Al llegar al
límite de sus tierras, Álvaro se remangó la camisa, puso el tractor en punto
muerto y bajó de un salto para comprobar de un rápido vistazo que los surcos le
habían salido tan rectos como siempre.
No había
terminado su dura jornada aún. Bebió un largo trago de la bota para refrescar
la garganta pues hacía un calor excesivo para esa época del año y fumó un
cigarrillo rubio, sin filtro, como siempre le habían gustado.
Álvaro
empezó a fumar en la Universidad, donde sacó sin dificultad la ingeniería
agrícola. Desde que compró con sus ahorros y la ayuda de su familia, la primera
finca de cuarenta hectáreas de regadío, decidió espaciar los cigarrillos
diarios y fumarlos únicamente como recompensa.
Recompensa…el
verdadero significado de esa palabra, lo aprendió en el instituto, gracias a su
querida profesora, Mónica, quien le enseñó otras muchas cosas que le
acompañarían el resto de su vida, como la constancia, la motivación, el valor
del trabajo duro y el creer en sus habilidades y en sus posibilidades.
Mónica le
recompensaba tras las clases con charlas distendidas y haciéndole notar que más
allá de su vocación por la enseñanza, empatizaba completamente con su forma de
ser, lo que le hacía sentir bien y desear no defraudarla nunca.
Fue
aprobando los cursos poniendo en práctica todo lo que ella le enseñó y cuando
llegó a la facultad, había desarrollado un habito de trabajo, que le ayudó a
conseguir la titulación con las mejores notas de su clase y que luego trasladó
a su labor en las tierras y con las vacas, su verdadera pasión.
El dinero
que obtuvo con las primeras cosechas lo reinvirtió en una explotación ganadera
donde se hizo con más de dos docenas de vacas sayaguesas que un zamorano con
excelente intuición, había conseguido criar en la Cantabria natal de Álvaro.
Su jornada
laboral comenzaba trabajando las tierras cada mañana y continuaba dedicando las tardes a
las vacas.
Poco a poco
fue contratando un equipo de profesionales para que le ayudasen en ambas
tareas, pues él no podía con todo, pero jamás abandonó el trabajo duro y lo
único que le diferenciaba de sus trabajadores, era el impresionante todo
terreno que se había concedido como recompensa por los primeros quince años de
esfuerzo diario.
Aquel coche
no fue exactamente un capricho. Era el vehículo perfecto para trasladarse entre
sus fincas y la vaquería.
Desde muy
joven le habían gustado los automóviles, pero a diferencia de algunos vecinos
con suerte, que gastaban sus ganancias en espectaculares deportivos de más de
trescientos caballos de potencia, para pavonearse por la comarca, él utilizó la
cabeza y se compró un vehículo exclusivo, pero acorde a sus necesidades.
Muchas
noches, al terminar la jornada, se sentaba a fumar un último cigarrillo
acariciando a los animales y escuchando la música del formidable equipo de
sonido que hizo instalar en el coche. En esos momentos, recordaba su
adolescencia junto a aquella profesora que le enseñó la importancia de terminar
las tareas y superar los obstáculos con esfuerzo y dedicación. Su recuerdo le
acompañaría el resto de sus días.
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