Uno, que se pasa los veranos a bordo de una caravana llena de títeres y de buenas intenciones, tiene la suerte de ir conociendo a mucha gente por los caminos.
Gente de todo tipo, gente buena (la mayoría) y mala gente y gente mezquina (que de todo hay en botica).
Entre la buena gente, unos cuantos alcaldes de pequeños pueblos castellanos, pueblos de cien o doscientas almas, con las calles sin asfaltar y el pilón lleno de agua cristalina y fría, donde puede que hace unas docenas de años fuera arrojado algún que otro comediante de escasa chispa o de piropo inoportuno a la moza más jaquetona, que por norma, suele estar aparejada con el labriego de manos más grandes y paciencia más escasa.
Yo por si acaso, solo le suelto requiebros a mi señora y en ocasiones a mis primas, que ya se sabe: "el primo a la prima se arrima y si es prima hermana, con más gana".
Decía que he conocido a un par de alcaldes de esos de los de antes, de los que no se metían en política para "forrarse", como dijo aquél ladilla, sino que sacrificando un buen puñado de horas al día, trataban de que su pueblo no desapareciera bajo el agua de un pantano, y de que los jóvenes no tuvieran que marcharse a buscar las lentejas en los altos hornos, o en los bajos, o en los medianos da igual, porque todos están lejos de la plaza y la plaza sin muchachos y muchachas, se convierte en un nuevo cementerio, encalado y triste, silencioso y frío.
Hay personas que al recoger el bastón de mando, no tratan de metérselo por el culo al vecino de lindes, ni se hacen con el una cerbatana para aguijonear a los del pueblo de al lado.
Hay alcaldes, que aplauden como niños al terminar la función y te abrazan y te invitan a un vinito y a un plato de jamón, mientras te explican que al margen de las ideologías y los partidos, están las personas.
Hace un par de noches, me tomé una copa con el alcalde de un pueblo serrano, que ya va por la treintena de años al frente de la casa consistorial y que después de cuarenta inviernos afiliado a un partido construido sobre buenas intenciones, les ha devuelto el carné, sugiriendo que se lo introdujeran donde la espalda pierde el nombre.
Todos le saludan mientras camina por las calles de su pueblo, los azules y los rojos, los indignados y los satisfechos, los gordos y los flacos, los que se visten a escondidas con las sayas de sus señoras y los que persiguen a pedradas a los gatos.
Trabaja y no cobra, y en los ratos libres se remanga el blusón y araña el terruño, como lo hizo su padre y antes de su padre su abuelo.
Y yo no puedo por menos que admirar a ese señor, que no necesita de sastres, ni de coches oficiales, ni visas oro, ni dietas, ni de noches de burdel sufragadas por el erario público.
Entonces surgen las preguntas: ¿en que se ha convertido la política? ¿ya no están a nuestro servicio alcaldes y diputados, presidentes y parlamentarios?
La respuesta es tan obvia que en las tiendas de campaña instaladas en todas las plazas de España, hasta los jóvenes "ninis" la conocen.
A lo mejor es que no son tan "ninis", a lo mejor es que estamos consintiendo que nos tomen el pelo, una centena de hijos de puta.
Yo quiero representantes como este señor del palillo en la boca y la mirada franca.
Yo quiero que miren por el interés de mi pueblo, y no por el de una agencia de calificación con sede en las Caimán.
Yo quiero que me arreglen el frontón, y que dejen en paz la era, con sus proyectos de adosados y campos de golf.
Yo quiero que nazca un nuevo Machado, que cante a los campos de Castilla y que al doblar la última cuartilla manchada de versos, se tome un vino con el señor alcalde.