Alguien dijo una vez que el infierno es la imposibilidad de la razón, pero Laertes descubrió que en ese infierno se encontraba muy a gusto discutiendo con el único Dios verdadero lo incongruente y fraudulento de todos sus actos, sus sentimientos y sus palabras. Dios le perdonaba una vez tras otra, porque es todo bondad y misericordia. Pero él no era capaz de concederse el perdón. Ni lo quería.
Iba a matar a unos cuantos más. Iba a limpiar el mundo de escoria. Hoy le tocaba a la zorra que le destrozó la vida. Añadiría la miserable alma de esa belleza caduca y adicta al opio a la de aquel socio traidor que se apropió de todo lo suyo, a la de otra mujer que disfrazaba con adorables caíditas de ojos el engaño y la mentira y a la del canalla desequilibrado que fingió compartir las cuitas de un pasado reciente.
No le temblaría la mano al apretar el gatillo mirándola a los ojos. Puede que al encontrar el cuerpo,la sociedad vistiese este crimen como un nuevo caso de violencia de género. Y lo era, sin duda. Esa arpía había sido el ejemplo más claro del maltrato psicológico y emocional. Lo había atrapado con la seda de su tela hasta que Laertes apenás pudo moverse y entonces clavó en él los quelíceros y comenzó a sorver los jugos, vaciándolo casi por completo. Pero él consiguió desatarse y volver a levantar la cabeza. Y a empuñar un arma.
Laertes era un hombre bueno y eso le tocaba en exceso los cojones. Se repetía una y otra vez la frase que le llevó a comenzar su venganza: cuidado con lo que toleras, ya que estás enseñando como tratarte.
Respetaba a la mujer como respetaba al hombre y concedia por defecto el derecho a la igualdad.Por eso mismo se autoconvenció de que debía aplicar su ley en paritaria proporción y justificó los actos lavando su conciencia. Esto superaba las taras morales de la sociedad enferma en la que le había tocado vivir.
Arrancó la elegante motocicleta de fabricación británica y se dirigió hacia el lugar donde había quedado con ella, con la excusa de necesitar volver a verla porque la seguía amando irremediablemente. Era un tipo enamoradizo y todos lo sabian . Esa era su mayor debilidad.
Al terminar esta nueva página el escritor que había construido con sus traumas el personaje más oscuro y más luminoso a un tiempo encendió un cigarrillo, guardó los cambios en el archivo y apagó el ordenador.
Laertes pensó que debía cambiar el nombre a su alter ego. Era demasiado obvio todo. Y pensó también que debía comenzar a describirlo como un tipo alto, moreno y enjuto, de alegres y vivaces ojos negros. Así nadie lo reconocería.
Joder...era un genio del mal.
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