domingo, 19 de mayo de 2019

De mostrador en mostrador


Durante unos años había sangrado su dulce recuerdo de mostrador en mostrador y, en cada uno de ellos lo hacia con los ojos vidriosos ante una copa de licor, como canta la vieja copla. Pero aquella noche,bebía para celebrar haber conocido a una hermosa mujer de corazón puro y antes de abandonar la taberna más oscura del puerto,apuró la copa de un trago sin saber que aquella sería la última.
La noche se cernía sobre él como un gavilán sobre su presa. El mar que azotaba con altas olas los pantalanes estaba tan revuelto como lo había estado su alma y la fuerte marejada recordaba a la que se desataba en su pecho con cada noche de recuerdos y alcohol, presagiando funestas calamidades. 
Reparó en una pareja que discutía junto a un todoterreno aparcado cerca del faro. La luz de ida y vuelta que proyectaba el edificio salvavidas alumbraba ocasionalmente los ojos inyectados en sangre de un hombre cetrino y enjuto con el pelo negro y escaso, alborotado por el viento. Y el rostro de terror de una morena menuda y de aspecto frágil.  El viento le trajo parte de la conversación a gritos y pudo entender las palabras, "zorra", "ostia" y "sangre". Aquello no le gustó nada al marinero de corazón rehabilitado por los labios de una bella montañesa, que con varias copas de más, sopesó rápidamente sus papeletas en caso de que aquel hombre se le enfrentase físicamente al afearle la conducta. No le salieron las cuentas y las posibilidades de caer en combate eran demasiado elevadas, pero eso le dio lo mismo.  Una mujer no tenía que soportar a chulos como aquel, hubiera hecho lo que hubiera hecho, si es que había hecho algo y, en ningún caso debía permitir que el pánico que aquella menuda morenita reflejaba en su rostro no encontrase ayuda, Así que se ajustó el cinturón, se subió los cuellos del negro chaquetón que destacaba lo rubio de sus greñudos y despeinados cabellos y apretando los puños se dirigió hasta el lugar donde el desagradable y violento aprendiz de macarra estaba atemorizando a la pequeña y aterrada mujercita.
Aquella noche y para compensar la maravillosa noche del día anterior que había disfrutado con la rubia montañesa, los astros no se alinearon en su favor.
Por instinto se plantó entre el hombre y la asustada mujer y con gesto protector, pero actitud ruda y decidida,pasó su brazo derecho por el hombro de ella atrayéndola hacia él. Aquello fue una mala jugada pues al hacerlo el violento sujeto que increpaba a la mujer, sacó con formidable rapidez una navaja del interior de una de sus  botas y antes de que la infeliz pudiese esquivarla o su rescatador impedirlo, se la hundió en el pecho hasta la empuñadura. Cayó sin producir siquiera un grito y su asesino se apresuró a extraer la hoja del corazón del cadáver para usarla contra aquel rubio entrometido que apestaba a orujo de café y,  que había decidido morir jugando a ser un  héroe de comic.
El melancólico, caballeroso y sorprendido marinero tatuado en el pecho con el nombre de la mujer que le había roto el corazón cuando se marchó a otro puerto y con otro capitán,pero que ya tenía cita en un estudio de tatuaje para tatuarse el nombre de su redentora, no fue capaz de impedir que aquel canalla de aspecto miserable, pero de demostrada habilidad con la navaja y en el combate cuerpo a cuerpo, se hiciese de nuevo con el arma del crimen y la hundiese repetidamente en su vientre y en su costado, arrancándole la vida.
La patrulla de la policía nacional que encontró los cuerpos al realizar la ronda rutinaria por el puerto, acordonó la zona y avisó a emergencias sanitarias que al llegar solo pudo certificar la muerte de ambos por varias heridas de arma blanca mortales de necesidad.
Al comprobar las cámaras de seguridad instalada en el exterior del cajero electrónico de la única oficina bancaria del puerto, la policía detuvo rápidamente al homicida, viejo conocido suyo al haber sido detenido por delitos menores y en dos ocasiones por violencia de género. Y aunque su ex mujer retiró las denuncias apiadándose de él, no la libro de morir a manos de su ex marido.
La ciudad erigió una estatua en honor de aquel héroe que trató de impedir el crimen muriendo en el intento, cuya pequeña placa ubicaba en el pedestal rezaba: "A Laertes, valiente hijo honorífico de esta villa".
La muerte del tatuado marinero de ojos azules como el mar y  bigote bicolor, llegó hasta la ciudad del norte donde residían la que una vez le juró amor eterno y su miserable pareja y, al ver la noticia en la televisión de la cocina mientras comían, ambos cerraron los ojos durante unos segundos y respiraron aliviados, covencidos de que desde su traición y su abandono, a Laertes no le importaba morir. Pero se equivocaban. Laertes había encontrado un nuevo sentido a su vida.
Descanse en paz.


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