Fueron tiempos de noches bandoleras, tiempos en los que tu y yo encontramos la forma de ir siempre al compás. Pero aquellos tiempos pasaron y ahora, son otras las palmas que te ponen a bailar. Pero me da igual, porque era algo que siempre tuvimos muy claro los dos, yo no era el elegido para hacerte feliz y no sabes cuanto me alegro de tu buen ojo y tu acierto para encontrar al afortunado. Y cada vez que te veo me regalas una sonrisa, un abrazo y, un recuerdo de aquellos tiempos donde "Los delincuentes" acompañaban nuestras andanzas y nuestras ganas de comernos la vida sin necesidad de protector gástrico alguno; en todo caso de un gin tonic digestivo y refrescante. Siempre nos quedará Valladolid y siempre recordaré aquella semana del Teatro y las artes de calle en la que descubrimos que seríamos amigos el resto de nuestras vidas. Tu eras preciosa, casi tan bonita como en la actualidad y yo era joven, casi tan joven como quisiera ser hoy. Recorrímos la ciudad de un lado a otro disfrutando de cuanto espectáculo encontramos a nuestro paso y participamos de ellos en la medida de lo posible. Cientos de artistas llenaban las calles de esta ciudad condenada a vivir el eterno tópico de la frialdad y los extremos pero la nota de color más hermosa, la ponían las decenas de miles de personas que durante esa semana olvidaron que Valladolid era en realidad una ciudad de provincias en Castilla la vieja y, la convirtieron en la mezcla perfecta entre Granada y Barcelona, haciendo de la miscelánea y la fusión, un estandarte bajo el que desafiar a las huestes enemigas que siempre señalan con el dedo. Yo tocaba el djembe, el cajón flamenco y la darbuka, sobre cualquier barra donde hacernos con una caña fresquita e incluso con un "cachi" de cerveza, con el que apagar el fuego del cansancio y engañar a las secuelas de más de una noche sin dormir. Nos divertíamos de forma amable e inocente, haciendo de la música una seña de identidad y de la ilusión, la prenda con la que protegernos del sol de mayo que en esa ocasión, llegó más florido y hermoso que ningún otro año. Fuiste, eres y serás, la rosa más bonita y delicada que aromatiza los días grises con su fragancia. Bailamos, reímos y bebimos hasta que el estómago nos advirtió de que debíamos arrojar algo al depósito, sino queríamos quedarnos tirados en medio del trayecto. Y entonces tuve la lucidez para generar sinergias entre tu y la mujer de los ojos más verdes que me han mirado nunca. Y nos invitó a comer con ella. Y durante unos minutos maravillosos, compartí mesa, delicias y cariño con dos de las almas que sé que siempre me enriqecerán, aportando cariño y fortaleza a la mía. Con el café de media tarde tuve que decirte hasta luego, porque jamás te diré adiós. Me abrazaste y me besaste y en tus preciosos ojos azules pude descifrar el secreto para estar siempre juntos aunque nos separasen cientos de kilómetros, de circunstancias insalvables y de promesas de amor eterno entregadas a terceras personas.Era algo tan obvio que por unos segundos me maldije por no haberlo sabido ver a tiempo. Me querías y te quería, me quieres y te quiero pero de esa forma que nada tiene que ver con lo que abarrota salas de cine o páginas de novelas rosas. El nuestro es un amor que bebe de la fuente de la amistad más sincera. Han pasado más de quince años desde aquel T.A.C, muchas mujeres y demasiadas mentiras y decepciones pero tu y el afortunado hombre al que entregaste la porción más grande de tu corazón, habéis permanecido junto a mi en el interior de mi alma y, en esa especie de cajón de sastre en el que se ha convertido mi dañado cerebro. Os ganasteis vuestro lugar allí por derecho y cada vez que volvemos a cruzar las miradas, me obsequias con un recuerdo de aquellos divinos tiempos pasados. Por eso tengo cada vez más claro que hay imágenes que no se pierden nunca, porque se graban a fuego con el hierro del sentimiento más profundo. Dentro de mi pecho, llevo el escudo con vuestras iniciales blasonado con un sol en esmalte dorado sobre banda verde esperanza.
Esta entrada se la dedico con todo el cariño y con el abrazo más grande y cálido posible desde la distancia a Elena, Zeroide, Olga, Isaac y todos las personas que me leen desde Barcelona. Fuerza y honor. El agosto en Barcelona es mucho más soportable que en otros lugares donde Khaled ha vivido. Aquí corre una brisa mediterranea que atenúa las temperaturas estivales y que hacen que su trabajo en el puerto resulte incluso agradable. Khaled lleva menos de un año viviendo en la ciudad condal y llegó a ella como otros tantos, huyendo de la barbarie de los que dicen actuar en nombre de un Dios y una religión que nada tienen que ver con sus atroces acciones. Llegar no fue fácil en absoluto y Khaled perdió demasiado por el camino, incluso a su hija de tres años, que no pudo agarrarse bien a sus hermano mayor, cuando una ola sacudió con fuerza la patera en alta mar. El Mediterráno se ha convertido en una inmensa y poblada fosa común donde de vez en cuando algún apesadumbrado refugiado se acerca a arrojar flores y lágrimas en memoria de los suyos. Cuando consiguió llegar a Barcelona, los miembros de una ONG le ayudaron a instalarse junto a su mujer y su hijo Yusuf, de siete años. También le consiguieron un trabajo temporal en el puerto de la ciudad, colaborando en las tareas de limpieza de los pantalanes donde atracan las embarcaciones de recreo. Lo que iba a ser un contrato de pocas semanas, se ha convertido en un contrato indefinido, dada la satisfacción de los jefes con su esfuerzo diario y al fin ha conseguido alquilar un pequeño piso destartalado en un barrio de la ciudad y ha instalado a su familia en él. Yusuf ha sido escolarizado por los servicios sociales de la Generalitat y este mismo septiembre comenzará el curso en un colegio público cerca del nuevo hogar. La vida parece sonreirlos al fin, después de tanta angustia y tanta muerte. Abandonaron Siria al ver que cada día aumentaba la locura y la sinrazón y que se comenzaba a ajusticiar a pacíficos ciudadanos acusados por los radicales de las estupideces más injustificables. Khaled dejó allí la casa que heredó de sus padres y su profesión como profesor de formación profesional en la rama de electricidad. También dejó sus amigos, sus recuerdos y sus ilusiones de un futuro feliz junto a su amada esposa y sus hijos. Pero en Barcelona había recibido una segunda oportunidad y pensaba aprovecharla. A as cinco en punto de la tarde, sonó la sirena que anunciaba el fin de la jornada laboral y se apresuró a salir en busca del bus urbano que lo dejaría en la rambla de Cataluña, donde habría quedado con Ruth y con Yusuf para dar un paseo y tomar un helado. Eran las cinco y veinte cuando divisó entre la multitud de turistas a su mujer que llevaba a Yusuf cogido de la mano para evitar que se extraviase entre el gentío que pululaba por las ramblas como cada tarde de verano. Khaled se encaminó hacía a ellos sonriendo y pensando en lo bonita que está Ruth vestida de blanco. En el instante en el que se detuvo frente a un semáforo, vio venir una furgoneta blanca a velocidad excesiva que hizo caso omiso de las señales. Entonces comenzó la pesadilla.
Cuando Megara extrajo el acero del vientre del legionario romano a quien acababa de atravesar de parte a parte, defendiendo a su pueblo del asedio de las tropas que envió Pompeyo, no pudo esquivar la jabalina que arrojó con fuerza y excelente puntería un decurión de sangre cartaginesa, alcanzándolo en el pecho y traspasando su delgada coraza de cuero para terminar taladrándole el corazón. El caudillo numantino cayó de espaldas sobre los centenares de cuerpos que se apilaban en los nevados campos que rodeaban la hasta ahora inexpugnable ciudad. Al término de la refriega, cuatro guerreros recogieron su cadaver del suelo y lo transportaron sobre un escudo hasta la orilla del Tera, donde se celebraría la ceremonia de despedida y todos entonarían cánticos sobre sus azañas. Pero aún no había llegado su hora. Una vez lo hubieron depositado en el suelo, junto a la pila funeraria, Megara se percató de la presencia de una hermosa yegua que pastaba junto a él y antes de que nadie se diese cuenta, abandonó el lecho mortuorio y agarrándose a las crines del noble animal lo montó de un salto y lo puso al galope. La yegua lo sacó de su propio funeral y lo llevó hasta un lugar donde todo parecía en paz. Era un valle de verde vegetación situado entre un río y un macizo montañoso. Al llegar junto al frondoso sauce que se levantaba en medio de la era central de aquel bucólico paraje, la yegua se arrodilló para que desmontase con comodidad. Megara se percató de que en el musculoso cuello de la yegua, alguien había marcado un nombre a fuego, Epona. Megara lo entendió en el acto. Como rezaba la creencia de su pueblo,la yegua Epona lo había trasladado hasta el paraíso que le tenían reservado los dioses para que viviese para siempre. El congelado aire íbero hizo que recordase que tan solo lo cubría una túnica blanca y sintió frío. Entonces se percató del humo de lo que debía de ser una hoguera y en efecto, tras andar unos cuantos pasos y adentrarse en aquel paraje, descubrió a un grupo de hombres y de mujeres que se calentaban junto al fuego y que estaban asando tiras de carne sobre las brasas reservadas de la hoguera para tal fin. Aquellos que antes que él, se habían ganado el paraíso, lo recibieron con cariño y respeto y en el acto se sintió uno más de aquella pequeña y selecta comunidad. La bella y simpática mujer que hacia las veces de líder, le presentó rápidamente a todos, comenzando por su propio esposo,un amable numantino que se esmeraba en que la carne para la cena estuviese en su punto. Megara saludo cortesmente, llevándose la mano al lugar donde otrora latiese su corazón e inclinando al cabeza en señal de obediencia y respeto a los designios de la diosa Ataecina y de Vaelico y el resto de los dioses. Aquella comunidad, estaba compuesta por miembros de diferentes núcleos familiares entre los que pudo apreciar que los hombres debían de haber sido guerreros de gran valentía y, las mujeres hermosas doncellas de corazón resuelto y caracter fuerte. Había también un bardo vikingo que debió llegar hasta el río que delimitaba el lado norte del paraje, equivocando la travesía hasta su walhala y recayó allí permitiéndosele vivir junto a los demás, en el interior del castro construido por los bravos numantinos. Estos respetaron una hegemonía constructiva, en la que la piedra y la madera, eran los únicos materiales con los que levantaron las viviendas. Sin duda un lugar tan especial, tan hermoso y tan bien provisto de todo lo que un hombre necesitaba para ser feliz, era el paraíso prometido por los sacerdotes y las sacerdotisas antes de entrar en combate. Tres amables y acogedoras hermanas, tan hermosas como distintas entres si, que habían llegado allí junto a su madre siguiendo la senda que marcó su padre, le explicaron que todos consideraban ese castro como un espejo de sus vidas pasadas. Este nuevo hogar era un espejo limpio y bruñido, carente de desgracia y de tristeza, de envidia y de odio, por lo que la comunidad había decidido llamar al castro, Specchio Tero. Megara supo que sería eternamente feliz y aceptando el cuerno con vino de su propia cosecha, que le ofreció un numantino de larga y poblada barba, bebió un trago que le calentó y le alegró el espíritu y el alma.
Necesito un pecho ignífugo para albergar este condenado músculo incandescente, que no cesa de acumular grados centígrados y de quemar lo que me queda de alma. Estoy harto de vivir abrasando el entorno con la lava de mis lágrimas y cubriendo de cenizas los recuerdos de viejas historias de amor, de mujeres que me juré no olvidar nunca y de noches de pasión que se convirtieron en una noche más. Siento algo dentro que me quema y me da miedo pero no es ninguna amante de fuego; es este puto corazón defectuoso, que experimenta la más salvaje combustión espontánea, cada vez que una mujer me susurra al oído que me quiere, mientras me acaricia la nuca o el pecho. Y lo peor de todo es cuando siento que ya no hace calor dentro de mi. Cuando ni tan siquiera necesito quitarme la chupa de cuero al reconocer su rostro entre la muchedumbre, cuando todas las sonrisas con las que me cruzo me dejan helado. Está claro que de alguna manera, necesito que el volcán de mis sentimientos entre en erupción y sufrir lo indecible y sonreir al ver como la piel se va llenando de ampollas y de quemaduras de amor de tercer grado. Igual es que soy algo más que un apasionado de lo vivido contigo. Igual soy algún tipo de enfermo o de monstruo que necesita, disfruta y se alimenta de las llamas. En cualquier caso no lo entiendo, no me entiendo, no lo entienden, no me entienden. ¿Y ahora qué? Ahora volveré a llenar folios con versos y textos altamente inflamables y potencialmente peligrosos. No sé porqué coño tuviste que mostrarme lo que era esto. Porqué tuviste que descubrirme lo que se experimenta al amar de verdad y al sentirse amado. No sé porqué al tomarte por primera vez, sentí que besaba a Dios en los labios, convirtiéndome en un adepto a tu doctrina y a tus enseñanzas, en un devoto de tu cuerpo desnudo, en un convencido creyente de la única verdad que le daba sentido a mi vida. No sé porqué coño me bautizaste en tus húmedos recovecos, para luego marcharte y hacerme renegar de ti. Pero te me apareces una y otra vez en el cuerpo y en la boca de otras mujeres, devolviéndome la fe. Te amo y te odio. Te echo de menos y no quiero volver a verte nunca. Añoro tu magma. Añoro alcanzar el punto de ebullición y convertirme en vapor de ti mientras te desnudo. Por favor, no dejes que se me congele el pecho.
La agente Muñóz puso un folio con membrete oficial en la máquina de escribir y se dispuso a tomar declaración a la denunciante. Nunca le gustaron los ordenadores aunque sabe que la suerte de su vieja Olivetti es la crónica de una muerte anunciada. Para quitarle frialdad y dureza al momento, extrajo un smint de menta del envase y se lo ofreció a la nerviosa mujer que se sentaba frente a ella tratando de contener las lágrimas. La agente Muñoz no tenía aún demasiado claro si ese llanto inminente se debía a la situación, o al dolor que le producían las heridas que seguramente le dejarían señales de por vida en el rostro. Y en el alma. -Cuando usted quiera, señora Brontecha. No tenemos ninguna prisa. Tómese su tiempo y procure no olvidar ningún detalle, por nimio que le parezca. Tenga en cuenta que está será su declaración oficial a efectos legales. Pero no se preocupe. Estad usted a salvo y entre amigos y a partir de ahora, nadie volverá a hacerle daño. Empiece por el principio.- La señora Brontecha pidió permiso para fumar y al serle concedido, encendió un cigarrillo, evidenciando aun más su estado de nervios con el temblor de las manos y del pitillo entre los labios, -No es la primera vez que me pega pero nunca se le había ido tanto la mano y además siempre se había disculpado en el acto, rompiendo a llorar de inmediato y jurándome que no lo volvería a hacer, que no sabía lo que le había pasado para llegar a golpearme y todo eso.- -Claro, claro. Típico- dijo la agente Muñóz. -Mi marido nunca fue de los malos, simplemente la vida no se portó bien con él.- - La vida no es fácil para nadie, señora Brontecha. Eso no es excusa para hacer daño a la persona que supuestamente se ama. Si todos los hombres que pierden el empleo, que no consiguen sus aspiraciones, que fracasan en los negocios o que tienen que despedirse de seres queridos pegasen a sus parejas, no habría espacio en las cárceles para tantos presos.- -Ya, eso es verdad- balbuceó la demandante- pero mi César siempre me quiso, de eso no me cabe duda. Lo que pasa es que tiene un problema con los canutos y a veces fuma tantos que pierde el control. Unas veces le da por reírse de todo y por ver la vida de color de rosa y otras, cada vez más, se pone como un histérico y le encuentra lo malo a todo.- -¿Habia fumado cannabis o bebido alcohol esta mañana antes de los hechos?- -Si, como todas las mañanas. Cuando se despierta y mientras sale el café, se prepara su primer porro.- -Haremos constar que estaba bajo los efectos del cannabis y que es consumidor habitual. Lo que me preocupa es que si encuentra un buen abogado, intentarán utilizar esto como eximente. Pero cuando el juez o la jueza que lleve el caso, vea los informes médicos, no creo que vaya a ser demasiado clemente con él. Los puñetazos y bofetones son una cosa despreciable de por si pero el haberle pateado la tripa en su estado y jugando con la vida del feto, lo presenta como el monstruo que es. Gracias a Dios los vecinos nos llamaron a tiempo y el doctor que le ha realizado las exploraciones y las pruebas de todo tipo en urgencias, ha descartado ningún mal en el niño. Es usted una mujer muy valiente y muy dura. Esa fractura de las dos primeras falanges del dedo meñique en la mano derecha, es el resultado de haber tratado de proteger a su hijo intentando detener las patadas.- La agente Muñóz, con disimulo, se fijó un poco mejor en la señora Brontecha. Era una mujer realmente atractiva y de apariencia frágil pero con los redaños suficientes para haber hecho frente a su maltratador y para no dudar en interponer la denuncia. Esto último por desgracia no es muy habitual y al final, tanto va el cántaro a la fuente... Cada día aparece una nueva víctima de violencia de género en España y el maltrato se ha convertido en la pandemia del sigo XXI. -Cuando le dije que mis padres querían que el pequeño naciese allí, en León, casi le da un ataque. Comenzó a insultarme y a insultar a mi familia,que siempre lo ha tratado como a uno más y arremetió con todos, uno por uno. Cuando le tocó el turno a mi hermana gemela y comenzó a decir que era una puta, lo mandé callar y entonces me pegó el primer puñetazo. Mi error fue devolvérselo con tanta rabia que le hice perder el equilibrio durante un segundo y eso fue la gota que colmó el vaso.- -Entre usted y yo, señora Brontecha, ojala le hubiese roto el tabique y le hubiese marcado de por vida también a él.- La agente Muñóz se dió cuenta en el acto de que debía guardarse esas opiniones para si misma pero se justificó interiormente pensando que era nueva en este destino y que ella provenía de una unidad operativa en el barrio más chungo de su Sevilla natal, donde las mujeres han tenido que aprender a pelear con las manos, con objetos contundentes y con armas blancas para que sus maridos, sus chulos o sus camellos y clientes, no terminen rajándolas a la primera de cambio. -En cuanto recobró el equilibrio los gritos, los insultos y los golpes subieron de intensidad y al caer del cabezazo que me dió en la ceja, tuve que hacerme una bola en el suelo para que no me reventase la tripa a patadas. Estuvo golpeándome hasta que sus compañeros llamaron a la puerta y por lo histérico de mis gritos y mis lloros, sé que sino llega a abrirlos, hubiesen echado la puerta abajo.- -No lo dude, señora Brontecha. Ni una más. Basta ya. En el cuerpo tenemos muy claro que se van a acabar las contemplaciones y que a todos esos que matan a sus parejas y luego se suicidan, les ofreceremos la posibilidad de que se suiciden antes de asesinar a nadie. Vamos a ver si entre todos, policías, jueces, políticos, periodistas y demás, conseguimos de una vez que esta barbarie comience a remitir.- La agente Muñóz fechó , selló y firmó la declaración de la señora Brontecha, le pidió que estampase su rúbrica bajo a su nombre competo y su número de D.N.I y tras comprobar que todo estaba correcto, hizo tres copias y le entrego una. Al despedirse de la señora Brontecha, tuvo que afinar a la hora de darle los dos besos de rigor en las mejillas, pues entre vendajes y puntos de sutura en cejas, nariz, labios y pómulos, la pobre parecía el Ecce Homo de Borja, después de la famosa y tan bien intencionada como desafortunada restauración. Al poner la denuncia, la mujer que prestaba declaración se había ido envalentonando y había tomado conciencia real de los hechos y de su derecho a ser feliz y a no soportar los golpes de nadie. Un día más, la agente Muñóz se fue a casa con la satisfacción del deber cumplido.
La rubia y elegante mujer que llegó a la taberna del puerto de Barcelona acompañada de un hombre de mirada huidiza y esquiva, se acercó a la barra y pidió una botella de vino del Penedés y dos vasos. Cuando la tabernera sirvió lo que le había pedido, pagó con una moneda de plata que sacó del minúsculo bolso que llevaba colgado del brazo y, con un gesto de elegancia, encendió un cigarrillo americano con filtro y aspiró con delicadeza y clase una primera calada tan profunda e intensa como su mirada. El hombre que había entrado con ella se encargó de servir el vino en los vasos y cuando ella exhaló el humo, le entregó uno de ellos y alzó el que había tomado él, en un brindis silencioso al aire. Ella imitó su gesto manteniendo su mirada y antes de llevarse el vaso a los labios, le dedicó la más tierna y cariñosa sonrisa. -Sabes que te quiero más que a mi vida, Elena. Y mi corazón no soporta escucharte llorar por las noches, cuando la nostalgia te atrapa y te transporta hasta la mansión de tu familia en Cantabría.- -Mi casa estará siempre donde estés tu y aunque a veces al caer la noche, la memoria me traiga el olor de la hiedra de la fachada del caserón y del salitre del cercano Cantábrico, esos olores ya no me evocan los años felices y despreocupados de mi infancia,sino el día en el que mi padre decidió que no podía amarte por haber nacido en un hogar humilde. Ese humilde hogar tuyo distaba mucho del mio, con cuadras, enormes salones con chimeneas y con amplios escalones hasta una puerta de entrada, que lejos de hacerte entrar en mi familia, se convirtieron en mi huida del hogar y en la entrada a tu historia. El único sentido de mi vida eres tu y lo mejor que he hecho a lo largo de mi existencia, ha sido renunciar a que mi felicidad y mi amor, se midan en posesiones terrenales y en nobles apellidos.- El hasta ese momento hombre de tímido y reservado aspecto, pareció experimentar una transformación motivada por el arrebato de sinceridad de su pareja y tomándola de la mano, se arrodilló frente a ella y clavando en el bello rostro femenino, sus azules pupilas, le dijo entre suspiros, -Elena. Aunque tu familia termine dando con nosotros y llevándome ante la justicia con cualquier pretexto, no me arredraré ante el apellido Busquets y si quieres hacerme el hombre más feliz de esta España convulsa y peligrosa, cásate conmigo y comparte para siempre mi suerte, mi ilusión y mi corazón, que es tuyo desde el primer momento en el que cruce la mirada contigo.- La rubia belleza de noble origen, se arrodilló frente a él y lo besó apasionadamente, entregando de esta forma su consentimiento y consiguiendo al hacerlo, que el corazón del otrora tímido enamorado, latiese desaforadamente. En ese momento, el puerto se llenó de alboroto y ruidos de trifulca, pues una vez más, las dos Españas ocultas bajo nuevas siglas, volvían a medir fuerzas junto al Mediterraneo.
El nuevo jefe de los guerreros del norte tensó el arco, apuntó con esmeró y cuando creyó tener el blanco fijado, hizo un gesto con la cabeza a su lugarteniente y este prendió la flecha que iba a ser disparada. La saeta en llamas trazó un dibujo perfecto en el cielo de la noche de tierra de Campos y cayó sobre la pequeña embarcación que haría las veces de pira funeraria para entregar a Odin las cenizas del valiente guerrero muerto en combate la noche anterior. Johansen había caído bajo el hacha de una de las diabólicas guerreras vándalas que acompañaban siempre a sus hombres a la batalla. El guerrero del norte, movido por sus principios bajó la espada ante su asesina al ver que era una mujer, negándose a derramar sangre femenina pero ese error fatal,motivado por sus escrúpulos, le terminó costando la vida. La hoguera que devoró rápidamente su cadáver y se adueñó de la nave que flotaba en aquel río a su paso por la región bética denominada "Tierra de campos", cumplió su cometido como medio de transporte y entregó el alma de Johansen en las puertas del Walhalla, donde Nuria, la más hermosa de entre las Valkirias, lo recibió para comprobar si era digno de ser llevado ante Odín. Cuando Johansen se percató de la presencia de Nuria y del lugar donde se hallaba, rodeado de las más curiosas flores bajo un inmenso cielo azul, de primeras achacó todo aquello al exceso de hidromiel junto a sus compañeros de armas pero entonces recordó la batalla y a aquella guerrera escuálida y morena que no dudó en aprovechar su condición para propinarle un hachazo en mitad del pecho, alcanzando su corazón y rompiéndolo en dos. Había muerto y aquella mujer de impresionante hermosura, no debía ser otra que una de las hijas de Odín, una Valkiria. Ella le sonrió y apoyando la mano derecha en la empuñadura de la espada que llevaba colgada de las caderas más perfectas que Johansen había visto a lo largo de su vida, le dijo: -Bienvenido, guerrero. Aquí empieza tu verdadera vida junto a mi padre, mis hermanas y todos lo mortales que como tu, cayeron con honor. Tan solo hay un requisito para que flanquees las puertas del paraíso. No tendrás que medirte conmigo en singular combate, no te preocupes pues yo soy la fuerza del brazo de Odín y tu no eres más que un capricho de mi padre para poblar una de sus creaciones.- -Entonces, bella Valkiria- dijo Johansen con el renovado corazón a punto de salirse del pecho.- ¿Qué debo hacer? Pide y sea lo que sea, lo haré en el acto o moriré de nuevo en el empeño.- La Valkiria sonrió sabedora de la determinación del rubio guerrero y desde su femenina condición, barajó diversas pruebas a cual más arriesgada, pero entonces decidió que lo que le permitiría el paso a la eternidad de gloria y felicidad, no sería su bravura en el combate ni la habilidad con el acero. Clavando su mirada en los azules ojos del sonriente guerrero, le dijo -Johansen, no dudo de tu valor en combate y larga es la lista de tus probadas hazañas pero en este lugar hay que ser también ágil con otras armas además de con la espada. La palabra es un arma afilada y de mortífero efecto si no se emplea adecuadamente. Tendrás que recitar un cantar que hable de la belleza del Wahalla y de la gloria de mi padre, Odín.- Entonces Johansen pensó unos segundos, se fijo en lo increíblemente bello del rostro de Nuria y comenzó así: "El nuevo jefe de los guerreros del norte tensó el arco, apuntó con
esmeró y cuando creyó tener el blanco fijado, hizo un gesto con la
cabeza a su lugarteniente y este prendió la flecha que iba a ser
disparada..."
Se abrochó la cazadora hasta arriba, comprobó que se había puesto bien el caso, giró la llave de contacto de la moto, aceleró unos segundos en parado y cuando consideró que era el momento, salió de allí como alma que llevaba el diablo. Una vez más, había escapado corriendo. Una vez más se había vuelto a equivocar de mujer y una vez más, esa nueva mantis religiosa, mimetizada bajo una forma voluptuosa y excesivamente atractiva con la que había pasado la noche, se había frotado las patitas ante el suculento desayuno que encendió un cigarrillo en ayunas junto a ella, sin saber que en breve lo devoraría por completo.Pero en esta ocasión él fue capaz de intuirlo y cuando advirtió aquel brillo maligno en su mirada y aquella exploración golosa en sus caricias, apagó el cigarrillo, saltó de la cama, se puso los vaqueros y la camiseta a toda prisa y, con el resto de sus pertenencias bajo el brazo, se despidió con un "ya coincidiremos por ahí" y abandonó la madriguera del lujurioso monstruo. Mandaba cojones ser el eterno enamoradizo y no dejar de confundir las cosas una y otra vez, atesorando fracasos y disgustos en el cofre herrumbroso y desvencijado en el que se había convertido su pecho. Debieron haberlo maldito a los quince años, cuando probó los primeros labios de mujer y descubrió en ellos esa promesa de vida eterna, ese paraíso hecho realidad en la tierra. Obviamente comenzó errando. Confundió el infierno con el paraíso y con cada mujer de la que se enamoró perdidamente, recorrió uno de los círculos que describió Dante en "La divina comedia". Pero así y todo, con el corazón partido y el alma llena de parches, no renunció al amor y siguió buscando la luz en los ojos de una mujer. Craso error. La única luz que podría alumbrar su camino y ayudarlo en la búsqueda, era la de sus propios ojos cuando se retirase el vendaje que los cubría desde aquel primer beso en la adolescencia. Mientras bajaba a la carrera los escalones de los cinco pisos que lo separaban de su medio de escape, Iván terminó de concederse la oportunidad de no volver a errar. Entendió al fin que para conseguir encontrar a aquella con la que llevaba soñando toda la vida, lo único que tenía que hacer era dejar de buscarla y comenzar a buscarse a si mismo, dado que hacía ya mucho tiempo que se había perdido. Satisfecho de su nuevo objetivo en la vida, que no era otro que aprender a amarse sin reservas, apuró el giro en una rotonda y tumbó la moto, llegando a rozar el suelo con la rodilla, como los pilotos de los campeonatos que veía de vez en cuando por televisión. Había perdido el miedo. El miedo a la muerte, el miedo a las mujeres, el miedo al amor, el miedo a conocerse, el miedo a estar solo. Se acabaron los miedos. Cuando aparcó la moto en el garaje de su casa y accedió a la vivienda por la puerta trasera, entreabierta como su herido corazoncito, su gato se acercó a recibirlo adoptando el rol de compañero vital. -¿Sabes una cosa Gatete?- dijo mientras le acariciaba el lomo.- Creo que vamos a ser muy felices tu y yo. Ya no tendrás que compartir la cama con ninguna otra humana, al menos de momento. Y el día que tengas que hacerlo, será para el resto de nuestras vidas. De las siete.- Arrojó el casco y la chupa sobre el sofá del salón, se preparó un café con leche, poniéndole a su gato un poco de ese blanco néctar en un cuenco, eligió un libro de una estantería abarrotada de ejemplares, entre los que se encontraban un par de ellos de su propia cosecha, conectó el aparato de música donde sonó el disco del grupo de un amigo y empezó a ser feliz. Y a quererse.
Había escuchado mil veces la frasecita esa de que la venganza es un plato que se come frío. Pero como nunca fui de los que tienen paciencia, decidí que sabría mucho mejor del tiempo, así que opté por seguirlo con disimulo hasta la casa baja en las afueras, donde se oculta del mundo y una vez que comprobé que no había moros en la costa, me colé por una ventana mal cerrada y lo encontré en la cocina, preparándose un café. Cuando se volvió sorprendido al notar mi presencia, su cara fue un poema y hubiese pagado lo que fuera por haber podido grabar la expresión de sus ojos. Tenía miedo. Sabía que iba a morir. Él, que jamás dudó ni le tembló la mano para cometer sus infamias, se puso a temblar como una rata acorralada por una pitón. No sé de donde coño sacó el valor para arrojarme a los ojos el humeante contenido de la taza pero lejos de conseguir su objetivo, tan solo me manchó la chupa de cuero y las gafas de sol. Fue entonces cuando le asesté la primera puñalada en el pecho. No voy a negarlo, disfruté al hacerlo. Fue un éxtasis emocional, una catarsis de dolor acumulado, un desahogo salvaje. Cayó de rodillas y balbuceó algo parecido a una súplica. Pero me conocía bien y sabía que a diferencia de él, yo soy un hombre de palabra y cuando tomo una decisión, nadie puede hacerme cambiar de parecer. Por eso le asesté otra puñalada en la mano que había levantado suplicante y, al atravesarla, debí seccionar alguna vena, porque comenzó a sangrar como un cochino en día de matanza. y gritaba igual, así que le rajé un poco la garganta para que no pudiese hacerse oír por nadie. Pero no quería que muriese ni que perdiese el conocimiento.No todavía. Utilicé lo aprendido en los cursos de primeros auxilios y le hice un vendaje de urgencia con un trapo de cocina. De esta forma, no se desangraría rápidamente y podría disfrutar un poco más de mi venganza. La ocasión lo merecía. Me incliné sobre su cuerpo caído y até sus brazos con el mantel sucio y arrugado que cubría la mesa junto a la puerta de la despensa. Una vez lo tuve inmovilizado, me ensañé con mucha calma y precisión cirujana. Lo primero que hice fue rajarle las comisuras de los labios y las aletas de la nariz. Me deleité con las sonidos guturales que pretendían ser gritos de dolor y de pánico. Con mucha delicadeza y no cierta repulsión, le extraje el escroto bajándole el pantalón y lo seccione de un único tajo, como el que castra a un becerro. Asegurándome de que podía ver lo que hacía, introduje sus partes en una cazuela con restos de sopa que encontré sobre la vitrocerámica y las puse a cocer. Recé para que no perdiese el conocimiento y poder hacerle beber un par de tragos. Lloraba a mares. No merecía otra cosa. Más había llorado yo cuando me destrozó la vida y me arrebató todos mis sueños y todo lo que amaba. Durante un par de semanas había intentado perdonarlo e incluso había asistido a terapia y a grupos de meditación y de oración. pero a la mierda con todo eso. Acción, reacción. Acto, consecuencia. Si él se había portado como un asqueroso e insensible hijo de puta, yo no podía poner la otra mejilla. Ya no me quedaba espacio donde recibir golpes. Fabriqué un embudo con media docena de páginas del periódico que había sobre un estante y comprobé que el agua donde cocían sus testículos había comenzado a hervir. Así sería más doloroso incluso, pensé sonriendo. Le introduje un extremo del artesanal embudo en la boca y vertí por el otro parte del caldo de la cocción. Su cuerpo se estremecía presa de las convulsiones y del sufrimiento Ciertamente la venganza es un plato delicioso y maridaba perfectamente con las dos botellas de whisky escocés que me había bebido para que no decayesen los ánimos. Seguramente le quedaba muy poco de vida, por lo que antes de que se fuese al infierno, procedí a sacarle los ojos en un arrebato de crueldad desmedida. No pude hacer nada para evitar el desmayo ni para devolverle la consciencia, aunque lo intenté con sales y con agua fría. Al parecer ya estaba muerto. Se terminó la diversión. Camino de mi habitación en el discreto hotel que contraté por internet con una cuenta de correo falsa, sopesé las diferentes opciones que tenía por delante después de aquello y me decidí por la más socorrida. Compraría un billete para el país más recóndito al que pudiese llegar con un vuelo barato, sacaría toda la pasta de la cuenta de la empresa, a la que tenía acceso por mi empleo de administrativo de confianza y comenzaría de nuevo en otro lugar, en otra cultura y con otra gente. A diferencia de las películas, en la vida real los buenos no son tan buenos, son más como yo, con sus cosas y sus defectos y si se descuidan, pagan un precio más alto que el que pagan los malos. Cada uno da lo que recibe. Luego recibe lo que da. Tarareando el "Todo se transforma" de Drexler me pegué una ducha a conciencia y me afeité con esmero.
Pide que le sirvan otro whisky escocés y el camarero, en un gesto cómplice con el evidente dolor y la nostalgía del cliente, le llena el vaso hasta el borde y le sonríe al detenerse justo en el límite. Ivan no puede evitar pensar que seguramente vengan tiempos mucho peores aún y que cuando lleguen, lo encontrarán borracho, dormido, o vomitando las penas en el callejón de la trasera del bar de mala muerte, donde se esconde para poner el alma a remojo y para contarle a Paco, el camarero con ínfulas de psicólogo conductual, que la vida ha dejado de tener sentido, que ella se terminó marchando y que en su escala de valores, la sinceridad y la confianza han descendido varios peldaños. No sabe que coño le ha pasado. No entiende porqué ha dejado de ser el Ivan que consiguió enamorarla con su ingenio y su simpatía y, tampoco alcanza a comprender porqué ha abandonado de repente el puesto de joven promesa literaria de la ciudad, de gran esperanza blanca del relato y de heredero de las letras castellanas, como lo había denominado la siempre voluble y caprichosa crítica intelectual. En este antro de toda confianza donde Ivan se sienta solo a beber, lo permiten fumar mientras pide una copa tras otra y por eso se siente como en casa. Enciende un pitillo con su viejo y golpeado mechero de gasolina y comprueba que tan solo quedan dos cigarrillos en el paquete que abrió después de comer. Ha vuelto a fumar demasiado. Antes, el tabaco y el alcohol eran algo meramente social. Fumaba y bebia en actos públicos, en eventos y en encuentros con amigos y con mujeres de las que siempre se terminaba enamorando como un colegial pensando que al hacerlo, conseguiría llenar el vació que sentía en el pecho. Pero lo que sucedía siempre, era que al abandonarlo todas como a uno de esos cachorritos que no se consiguen educar y que terminan siendo un estorbo,el vació se iba haciendo cada vez más grande, creciendo como "la nada" de La historia interminable yarrasando con cuanto quedaba de fantasía e ilusión dentro de él. Hace poco menos de un mes, al despedirse de ella, comprendió al fin que algo no le funcionaba bien en la cabeza. "Exceso de severos traumas acumulados", dictaminó el psiquiatra al que recurrió en su desesperación y el diagnóstico se convirtió en otro de los interrogantes que hacían cola para estacionar en el siempre completo parking de su cerebro. No necesitaba más dudas. Con las que atesoraba desde su adolescencia tenía más que suficiente. No necesitaba sumergirse en nuevos enigmas que terminarían siendo razones añadidas para acabar con todo. Había perdido las ganas de escribir. No había perdido el talento como comenzaba a rumorearse en su entorno y entre sus lectores habituales, que empezaban a cansarse del abuso de las temáticas tristes y deprimentes en las que culpaba de todos sus males al amor. Únicamente el talento se había empapado con las abundantes lágrimas que derramaba a diario y, flotaba prácticamente inservible junto a sus ilusiones y sus sueños por cumplir, en el enorme charco en que se había convertido su alma. Apuró el vaso de un único, largo y melancólico trago, apagó el cigarrillo sobre su antebrazo derecho, aportando una nueva marca a las que a base de castigarse físicamente cada vez que estaba borracho le cubrían la piel tatuada y se despidió con el pulgar hacia arriba, como un Cesar magnánimo ante la suerte de los gladiadores. Al recibir la bofetada en el rostro del frío aire de la dura noche castellana, trató de al menos respirar a pleno pulmón pero sus pulmones se habían convertido en otras piezas defectuosas de un cuerpo defectuoso y comenzó a toser convulsamente sangre y nicotina en desproporcionada medida. Pero eso ya no le preocupaba lo más mínimo. Habían dejado de asustarlo la enfermedad y la muerte. De hecho, su férrea educación católica y el miedo a defraudar a sus seres queridos y a ensombrecer su recuerdo, le impidieron apretar el gatillo del revolver que le prestó un amigo policía y que se llevaba apoyando en la sien noche tras noche desde hacía dos semanas. Una vez más, le sonrió su famosa buena estrella y sus deseos se cumplieron de forma causual, que no casual. El despistado y aburrido conductor del autobús urbano de la linea uno, hastiado y adormecido por el anodino trayecto que había realizado más de treinta veces aquel día, no acertó a distinguir a aquel tipo vestido de negro que apareció sin mirar de entre dos coches mal aparcados y sin poder esquivarlo ni frenar a tiempo, lo atropelló. La esquelas publicadas por la familia, los antiguos compañeros de trabajo y por su editora en diversos diarios de tirada local, regional e incluso nacional, hablaban de su fallecimiento víctima de accidente. Ninguna, por bien redactada que estuviera, supo concretar que el verdadero y fatal accidente que terminó con la vida del triste escritor, no había sido otro que vivir.