Cuando el victorioso e inteligente Octavio Augusto decidió enviar veteranos de la legión X Gemina a fundar Emérita Augusta, Livia Flavia, la devota servidora de la diosa Diana que acababa de contraer matrimonio con el bravo general de las guerras de Britania, Lucio Galvano, ordenó a los esclavos que preparasen cuanto debería llevar con ellos en el largo viaje hasta Lusitania. Livia sacrificó dos bueyes en el altar del templo de Diana y se despidió de cuantos familiares y amigos pudo, antes de embarcarse junto a su marido y sus soldados en la nave que los llevaría desde Ostia hasta Cartago nova, donde los aguardaba una decuria para guiarlos hasta el lugar donde muchos meses atrás se instaló el campamento de las legiones y ya se habían levantado los primeros templos y edificios públicos para honrar a los dioses y al Cesar. El viaje fue menos molesto y peligroso de lo que suponía y los hispanos y lusitanos los recibieron con algo de desdén, pero sin excesiva acritud. Eran pueblos civilizados y aunque beligerantes si se veían oprimidos, habían comprendido que no debían enfrentarse a la grandeza de Roma y tan solo podían acatar y asumir la beneficiosa romanización que los llevaría a formar parte del imperio y a obtener la ciudadanía romana. Lucio fue recibido con honores en Emérita Augusta y tras los actos protocolarios y la revista a las tropas, los arquitectos enviados a levantar la urbe los acompañaron hasta el lugar donde habían construido para el nuevo jefe de las legiones allí destinadas una mansión digna de un héroe del imperio y su esposa. Como buena servidora de Diana, Livia agradeció a la diosa la buena fortuna con que se había obsequiado a su familia y dono tres mil sestercios de las arcas familiares para la construcción del templo en honor de la diosa de la naturaleza y la caza. Este templo se erigió en tiempo récord y con gran acierto y belleza. El paisaje de la zona, regada por un caudaloso río de fuerte corriente, ofrecía amplias extensiones de encinares y alcornoques, árboles que cobijaban muchas especies de aves, roedores, y pequeños mamíferos que proliferaban junto a los límites de la urbe. No faltaría la caza para entretener a su marido y sus aguerridos amigos. Una comitiva integrada por nobles nativos de la zona obsequió a los recién llegados con una docena de pitarras (grandes vasijas de barro), llenas de vino elaborado con uva autóctona de interesante sabor, y con multitud de fuentes repletas de Pestorejo, un sabroso guiso local cocinado con la parte alta de la espalda del cerdo, animal que abundaba en esa parte de la Lusitania, tierra que muchos antropólogos, geógrafos e historiadores del imperio consideraban Hispania por tradición, derecho y costumbres. Pero no le correspondía a ella ni a su esposo definir los límites de las provincias del imperio. Una vez asentados en sus nuevos dominios, Lucio y Livia, y el resto de moradores de la nueva ciudad erigida a la mayor gloria del emperador, volcaron su energía en hacer de Emérita Augusta una urbe a la altura a la capital del imperio y no escatimaron energía, fuerza ni bienes en dotar a la ciudad de cuanto fuera necesario para ello. Meses después de haberse instalado Livia y Lucio presidieron la primera función en el nuevo y flamante teatro construido para acoger a los casi seis mil asistentes que aplaudieron a los músicos y bailarinas que escenificaron escenas del exótico cuento oriental conocido como Las mil y una noches. Gran multitud de gatos atraídos por el gentío y por la abundancia de restos de comida en las cocinas de las mansiones y las casas de los diplomáticos, oficiales, legionarios y sus familias, se adueñaron de las calles de la ciudad y como es sabido que estos adorables felinos contribuyen a erradicar plagas de molestos y peligrosos roedores y a limpiar las calzadas de restos de alimentos arrojados desde las ventanas de las viviendas, los habitantes de la nueva y elegante ciudad los recibieron con tolerancia, respeto y cariño, y los mininos acabaron siendo una seña más de identidad de la población erigida en honor del victorioso emperador. Livia descubrió que pese a sus reticencias iniciales al contraer matrimonio con aquel rubicundo oficial de exquisitos modales, que contaba con una larga trayectoria de conquistas, militares y sentimentales, este le permitía sin objeción alguna, e incluso con consideración y respeto, entregarse a sus pasión por la naturaleza, a cultivar sus conocimientos junto a los eruditos de la zona y a los enviados por el imperio que levantaron una biblioteca en la ciudad y allí se reunían para enriquecer las mentes de quienes deseaban crecer en conocimiento, y a servir de la mejor forma posible a la diosa Diana, a través del cuidado de los bosques, la flora y la fauna que embellecían y llenaban de vida el lugar. Puede que, en un futuro, miles de años después, los moradores y visitantes de Emérita Augusta agradecieran el legado de aquellos que abandonaron la ciudad eterna para replicar la grandeza de los hijos de Rómulo y Remo a lo largo del orbe. Entonces Livia sonrió, clavó sus pupilas en las azules pupilas del general de piel decorada como la de los pictos sometidos en Britania, y antes de que un simpático y sorprendentemente ágil gatito al que le faltaba una pata que se había instalado en su hogar saltase sobre su regazo, besó a su esposo en los labios como a él le gustaba, sin prisa, pero sin pausa.
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