martes, 12 de julio de 2022

Pólvora entre majuelos



El sargento Alonso decidió que era el momento de terminar con el circo mediático y ordenó a dos de los agentes destacados para salvaguardar la escena del crimen que disolviesen a la multitud y procedieran a desalojar a los periodistas que se habían hecho eco de la noticia. No hizo falta hacer un uso excesivo de la autoridad dado que algunos de los más exaltados curiosos congregados allí eran conocidos del sargento. Alonso acostumbraba a compartir vinos y chascarrillos con más de uno en los distintos bares y mesones del pueblo al terminar su turno. y no fue necesario tan siquiera cambiar el gesto o levantar la voz.

Los agentes del SECRIM enviados por la comandancia se entregaron con vehemencia a su labor de criminalística para rescatar cuantas evidencias pudieran encontrar en la zona acordonada. Antes de que cayera el sol sobre las viñas todo estaba consumado y apenas quedaba algún curioso recorriendo las tierras cuyos majuelos habían ocultado el cuerpo de Roque “el lejía”, asesinado de dos disparos en el pecho, efectuados con una escopeta de pequeño calibre, del 12 para ser exactos.

Al llegar a la casa cuartel Alonso se preparó la cena y abrió una botella de sus caldo favorito de la zona que reservaba en la puerta del frigorífico pues disfrutaba siempre del verdejo bien fresquito.

Mientras apuraba un vaso del excelente vino de Rueda recordó la discusión con el cabo Izastegui, un bilbaíno encantador con el que solía salir de vinos y acudir a las bodegas cuando no estaban de servicio. Izastegui había sido trasladado y desde hacía un par de meses se ocupaba de la seguridad y el bienestar de los vecinos de un pequeño pueblo burgalés del condado de Treviño. Poco antes de despedirse de los compañeros de Rueda, Izastegui le había discutido la originalidad de la vendimia nocturna de una de las bodegas de la zona, aludiendo a que hacerlo a la luz de la luna era ya una práctica habitual en la antigua Grecia, cosa que Alonso le discutió con vehemencia argumentando que recolectar a mano y con la escasa luz que ofrece el blanco satélite comparado con vendimiar a la luz del sol no le parecía en absoluto productivo y que además este tipo de vendimia se había comenzado a realizar en los tiempos modernos gracias a los procesos mecanizados. Al no poder encontrar en Internet referencias a esta práctica en la Grecia milenaria, el cabo abandonó la defensa de su afirmación y se refugió en las ventajas de la vendimia nocturna por la rehidratación de la uva y por la menor temperatura de la noche y el ahorro en refrigeración. El vasco y el sargento pucelano habían forjado una sólida amistad compartiendo años de servicio, conocimientos sobre las beldades de las uvas y muchas copas de vino en los bares y las bodegas de la zona. La cena y los recuerdos de tiempos más tranquilos junto a su amigo y compañero de catas lo llevaron a relajarse y no tardó en conciliar el sueño.

A la mañana siguiente Alonso organizó la investigación con todos los medios a su alcance y ordenó a dos agentes que indagasen entre los vecinos si se conocía alguna diferencia entre el finado y la familia propietaria de la bodega entre cuyos majuelos se había cometido el crimen. Él mismo se ocuparía de interrogar a Justo, el capataz que dirigía las cuadrillas de temporeros. No tenía sentido investigar a estos pues los trabajadores llegaban con una mochila o una pequeña maleta en la que portaban recambios de ropa, artículos de aseo personal y como mucho algún libro, algún dispositivo tecnológico - tabletas u ordenadores portátiles- con los que navegar por la red o ver una película o el capítulo de alguna serie de moda, y poco más, nada de armas.

Encontró a Justo poniendo orden entre los temporeros. Al ver llegar a Alonso despachó los últimos asuntos y se prestó al coloquial interrogatorio. Tenía la coartada perfecta, pues el día

anterior había estado en Valladolid acompañando a su hijo mayor ingresado en el hospital Rio Hortega.

Tras descartar a Justo como sospechoso, Alonso centró su interés en Jonás, el pequeño de los Barrondo, la familia dueña de las tierras donde se halló el cuerpo sin vida del exlegionario. Roque había servido en el Tercio de Ceuta y había participado en innumerables misiones de paz. Su formación militar y su participación en arriesgadas misiones en distintos puntos del planeta no dejaban lugar a dudas de que en ningún momento había tenido la sospecha de enfrentarse a un peligro, por lo que obviamente el asesino debía de ser alguien conocido.

Jonás era un tipo trabajador y disciplinado, apenas se le conocían excesos más allá de las borracheras en las fiestas del pueblo y las juergas con su pandilla de amigos, pues había formado una camarilla de parranda con los hijos de otros acaudalados bodegueros de la zona.

Antes de hablar con Jonás decidió charlar con Fortu y con Abel, los díscolos hijos de otro bodeguero que formaban parte de la pandilla de Jonás y con quienes siempre se le veía de fiesta.

Los encontró el taller de Paco, el mecánico del pueblo. El Mercedes descapotable de Abel necesitaba una revisión y Fortu había acompañado a su hermano para luego llevarlo en su Audi hasta la finca familiar.

—Menudo marrón te ha caído con lo del Lejía, ¿Verdad, Alonso? –preguntó Abel a modo de saludo al verlo llegar al taller.

—No tan grande como el que le ha caído a él, ni como el que le va a caer a quien le metió los dos tiros en el pecho –contestó Alonso tras dedicar a los hermanos el reglamentario saludo oficial llevándose los dedos a la sien.

—¿Sabéis ya quien ha sido el hijo de puta que ha matado a Roque? –preguntó Fortu con verdadera curiosidad. Al igual que todos sus amigos había comenzado en el trabajo de la bodega a muy corta edad. Las bodegas y las tierras habían pasado de padres a hijos durante generaciones y el que ahora el mundo del vino haya reportado a los bodegueros grandes ingresos por su sacrificado trabajo no había variado un ápice su condición de esforzados trabajadores ni su apego a la tierra que los vio nacer.

—Aún no lo tenemos claro, Fortu, por eso quería hablar contigo.

—No jodas que sospechas de mi hermano –preguntó Abel –antes de ayer estuvimos en casa, Nuestros padres celebraron sus bodas de oro y montaron un fiestón en la finca. Se trajeron incluso a los Jean Blazer desde Canarias, el grupo ese que hace música para vinos. Fortu se ocupó de todo y se acostó de los últimos.

Alonso sabía lo de la fiesta e incluso había sido invitado junto al resto de las fuerzas vivas del pueblo, pero declinó la invitación porque al fin había conseguido cenar con la mujer de la que se había enamorado como un colegial y no quiso renunciar a ello. Supuso que la pandilla al completo habría estado en la finca bebiendo y comiendo a la salud de los homenajeados, por lo que no dudó en lanzar su pregunta a bocajarro.

—Imagino que Jonás pararía de empinar el codo antes de coger su coche. Ese bólido es perfecto para fardar en Puerto Banús, pero me temo que no está preparado para correr por los caminos rurales.

—Pues te equivocas, sargento –contestó Fortu –Jonás se mamó como un piojo y de hecho el Olegario, el chico de los Cataño se ocupó de llevarle en su coche hasta la bodega, que tenía que haber apagado el generador antes de venir a la fiesta y le dio miedo dejarlo encendido toda la noche.

Aquello ubicaba a Jonás en la escena del crimen la noche de autos.

—Hablaré con Olegario. Ese chico tiene antecedentes por delitos menores, pero no creo que haya sido tan imbécil de asesinar a un vecino como Roque, a quien no se le conocían enemigos ni problemas con nadie de la zona. Tened cuidadito –añadió jocoso cambiando de tema antes de abandonar el taller –el día menos pensado le vais a quitar protagonismo al rallye de Montecarlo.

—En Montecarlo se morirían de gusto por venir aquí a correr y a beber vino en condiciones –dijo con arrogancia Abel mientras le palmeaba la espalda despidiéndolo.

Alonso enfiló el todoterreno oficial en dirección a las tierras de Olegario. El joven había heredado los campos de cultivo de sus padres fallecidos unos años antes en un desafortunado accidente de coche al impactar de frente con una cosechadora. Una vez superó el trauma y el dolor del incidente, Olegario se hizo cargo de los huertos y los campos de maíz, y consiguió rentabilizar su herencia. Durante el periodo que transcurrió entre el fatal accidente y su recuperación emocional el chico había bebido en exceso, y había sido detenido un par de veces por peleas en los bares durante las fiestas del pueblo. En una ocasión los amigos no pudieron pararlo a tiempo y le rompió la cabeza de un botellazo al impresentable de un pueblo vecino que le tocó el culo a la chica que le gustaba al deprimido y bebido heredero.

Al llegar a la propiedad e Olegario vio el Todoterreno de última generación aparcado a la entrada y al joven vaciando el maletero.

—¿Necesitas ayuda con algo? –Pregunto el benemérito a través de la ventanilla bajada.

—Gracias, Alonso, pero ya he terminado. Solo tenía que sacar unas cajas de tomates excesivamente maduros que no me han aceptado en la frutería del Hipercor y se los he cambiado por otros hace un rato.

Alonso se bajó del vehículo y se acercó hasta el coche de Olegario y este al verlo aproximarse cerró el maletero con prisas sin disimular su nerviosismo.

—¿Pasa algo, Olegario? ¿Hay algo que no pueda ver? A ver si ahora te dedicas al narcotráfico y yo sin saberlo –añadió sonriendo para quitarle hierro a las preguntas.

Entonces sucedió algo inesperado. Olegario salió corriendo como alma que llevaba el diablo evidenciando algo que Alonso no era capaz de explicarse. Corrió detrás del agricultor y lo alcanzó a poco más de doscientos metros del lugar donde habían mantenido la conversación.

—¡Se lo estaba buscando! –confesó entre sollozos Olegario –Le avisé de que se alejase de mi chica y él se río de mi delante de los de la partida en el Órdago, y me dijo que semejante hembra no era para mí. Jonás me ayudó a preparar la sorpresa citándolo en su bodega para ofrecerle unas hectáreas de cultivo que él ya no quería trabajar, y todo pasó muy deprisa. Le juro que no quería matarlo, solo iba a asustarlo, pero el muy gilipollas se puso en modo Rambo y trató de quitarme la escopeta con una llave de esas que aprendió en la Legión, pero en el forcejeo la paralela se disparó y me asusté. Al ver el lio en el que me podía meter y que si me denunciaba me podía joder la vida me asusté y lo rematé.

—¡No me jodas, Olegario! –alcanzó a decir Alonso mientras lo esposaba con los grilletes que sacó del cinturón –Acabas de joder dos vidas, la del Roque y la tuya. Por muy bueno que sea el abogado que puedas pagarte te aseguro que veinte añitos de cárcel no te los quita nadie.

En el coche de Olegario encontraron el arma del crimen y, esa misma tarde detuvieron a Jonás acusado de complicidad en el delito. En cuestión de horas la noticia de las detenciones de dos de los vecinos acusados de la muerte del exlegionario corrió por la comarca como la pólvora.

Alonso levantó la copa de verdejo brindando al aire por el alma del difunto y recordó lo que le dijo su instructor el primer día de academia, “las armas las carga el diablo y se les disparan a los gilipollas, a los borrachos y a los despiadados”.

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