martes, 12 de enero de 2021

Guiris en los chiringuitos.




 Un soldado con uniforme del cuerpo de artillería se acerca hasta la posición y me pregunta en algo parecido a mi idioma si necesito municionar o si aún tengo suficiente munición. Reviso los bolsillos del chaleco y al encontrar tres cargadores completos declino su ofrecimiento y le pido que continúe preguntando a los compañeros de trinchera.

Los del ejército regular no suelen ser demasiado amables con nosotros, los brigadistas. Al parecer agradecen la iniciativa de haber venido desde muy lejos para ayudarlos en la lucha por la democracia, pero de alguna manera les toca los cojones que nuestros mandos quieran tomar decisiones y se opongan a utilizarnos como carne de cañón, como esas ovejas que sin rechistar son enviadas al matadero.

Las brigadas internacionales solemos ser punta de lanza en todas las ofensivas, defender las posiciones más difíciles de defender y atacar las inexpugnables en las que las pilas de cadáveres caídos en la ofensiva sirven de parapeto a la siguiente oleada de voluntarios enviada para conquistar el emplazamiento. Desde que llegué a esta tierra y me incorporé a la brigada ya he visto caer a demasiados compañeros y sé que en cualquier momento, con suerte una mano amiga me cerrará los ojos y recogerá mi identificación para entregarla al suboficial encargado del recuento de bajas. En mi pueblo seré considerado un héroe y un valiente, pero eso es porque no han visto como me he meado encima al escuchar los alaridos de las hordas de decididos y encarnizados enemigos cargar contra nosotros.

La ciudad es bonita, mucho más bonita de lo que había visto en las fotos de los libros o en el cine. Por supuesto me hubiera encantado descubrirla con mi mujer y en tiempos de paz, cuando las calles estaban llenas de personas dirigiéndose al trabajo o a los bares, restaurantes, teatros y cines. Y con los plazas y los parques abarrotados de niños jugando sin miedo a la explosión de un obús o a las balas perdidas. Pero el mundo se estremeció con el caos creado por la insurrección de civiles y militares descontentos con los últimos resultados electorales y desde muchos países se levantó la voz, alarmados con las cifras de muertos y represaliados por ambos bandos en lo que degeneró en una guerra fratricida.

Decenas de miles de hombres y mujeres habían caído ya enarbolando la misma bandera y gimiendo y llamando a sus madres en el mismo idioma.

Enfrascado en mis pensamientos apenas me doy cuenta de que el enemigo avanza, y solo salgo de mi ensimismamiento al notar como una bala impacta en el saco terrero donde trato de parapetarme y responder al fuego. Al accionar el cerrojo de mi fusil de precisión, una bala del cargador se aloja en la recámara y tras fijar el objetivo con la mira telescópica y asegurarme de que será un buen disparo , contengo la respiración durante un segundo y aprieto el gatillo.

La bala da en el blanco y el extraño personaje ataviado con un penacho de guerra, típico de nativo americano, y con el rostro pintado con las barras y estrellas, se lleva las manos al corazón y se desploma sobre las escaleras de El capitolio. 

Puede que reconquistemos el edificio y logremos hacer retroceder al enemigo al ver como el símbolo de su revolución vuelve a estar en manos de los amantes de la democracia. Una vez que la facción republicana se avenga a parlamentar y se firme el alto el fuego, podré regresar a España, a intentar que nuestra clase política aprenda de lo sucedido aquí y contenga a los más exaltados para evitar que la democracia conseguida con tanto sacrificio, no se quede en un intento de convivencia torpedeado por nostálgicos de un pasado convulso y por supuestos progresistas que ya están dejando ver lo negro y falso de sus corazones y lo imposible de sus promesas electorales.

La guerra se alimenta de guerra y crece en campos abonados por la mentira, la miseria y el descontento popular. La guerra es esa maldición que afecta por igual al que maldice y al maldito.

Sinceramente me encantaría volver a ver mi tierra llena de extranjeros, pero dejándose la pasta en restaurantes y chiringuitos, emborrachándose en las fiestas populares y tratando de seducir a las chicas del pueblo; no pasando a cuchillo a mis paisanos, ni muriendo junto a la tapia del cementerio de la villa. 

Una granada de mano hace explosión a escasos metros de mi posición esparciendo peligrosa metralla entre mis compañeros y yo. Una esquirla de mármol me atraviesa el pecho y se aloja junto a mi corazón. Creo que estoy listo de papeles. Se acabó.

Espero que me entierren en los campos de Castilla.


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