La vida siguió llevándolos por caminos paralelos, haciéndolos navegar por afluentes que desembocaban en el mismo océano e iluminando sus noches con las estrellas que amablemente las constelaciones cedieron para el perfecto decorado que acompañaría su historia de amor. Pero aún amparados por los dioses más generosos con los seres humanos, ellos achacaban al azar los encuentros recurrentes.
Hasta que una noche consiguieron identificar la luz de lo que no se podía ignorar. A pesar de sus increíbles diferencias, de todo lo que no tenían en común y a pesar de que habían depositado sus corazones a un desolador plazo fijo, en las cajas de otros bancos, comprendieron que no podrían vivir el uno sin el otro.
Coincidir no era algo casual, sino el magistral movimiento de causalidad que provocaría en ellos el efecto esperado. Porque el creador no es imbécil y aunque sus designios son inescrutables y acostumbra a escribir con renglones torcidos; el resultado es siempre el deseado por él. El camino más corto entre dos puntos es la linea recta, pero el que deben recorrer los corazones diseñados para crear algo tan hermoso esta plagado de curvas y vericuetos que adornan con peligros y dificultades cada beso definitivo.
Al alcanzar la meta que coronaron en la cama de un hotel de carretera, ambos supieron que aquella noche sería la primera de todas, porque ya no habría noches por separado, porque ya nada tendría sentido si no amanecían juntos.
Aprendieron a amar sus diferencias y a reconocer las coincidencias como neones con los que el destino había querido ayudarles a lo largo de un camino que terminaría uniéndolos para siempre. Y para siempre fue para siempre porque hasta el fin de los tiempos, los rapsodas cantaron la historia de aquel cruce de caminos.
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