Había elegido Amstedam porque fue la capital europea a la que se desplazaron sus compañeros de facultad como viaje de fin de carrera. No pudo ir a ese viaje puesto que tenía asuntos mucho más importantes que resolver en España y siempre le quedó la espinita. Esta era una buena ocasión para sacársela.
Escogió un hotel céntrico pero acorde a las posibilidades de un profesional de clase media española y se acomodó en una espaciosa y moderna habitación con el mueble bar mejor surtido que había encontrado nunca. Tras dar buena cuenta de tres botellitas de diferentes whiskys y rellenarlas con un poco del te que pidió al servicio de habitaciones, se pegó una buena ducha, se arregló por si la noche le concedía un final apoteósico, acomodó en el interior de su bota izquierda la pequeña navaja automática que había ocultado en el equipaje que facturó antes de subir al avión y salió a cenar en un buen restaurante.
Su instinto no le falló. Escogió un establecimiento de nombre impronunciable pero de acogedor aspecto, extensa carta de vinos y excelentes platos de pescado.
En la mesa de su derecha se acomodaron un matrimonio tan elegante como rubio y sus dos hijas pequeñas.
Laertes no hablaba flamenco pero acertó a identificar algunas palabras y se hizo una idea aproximada de porqué la esposa se retiró después de los postres tras besas a sus hijas en la frente y obsequiar a su marido con un furtivo beso en los labios. Uno de esos besos que maridan a la perfección rutina, desidia y absoluta ausencia de amor.
Al parecer ella tenía que ir a una importante reunión de negocios con ciertos clientes orientales que iban a invertir en la empresa de la que debía ser directiva o en la que tenía un puesto de reponsabilidad. A Laertes le sonó a excusa barata. Aquella zorra apenas se había molestado en disimular lo más mínimo y, al cornudo de su marido parecía no importarle o simplemente haberse resignado a lo evidente. Pobre hombre. No parecía mala persona. La forma con la que miraba a la más pequeña de las niñas mientras le daba cucharadas de la porción de Strudle que había pedido al camarero, le despertó cierta ternura.
Laertes pidió la cuenta, pagó en efectivo y abandonó el local.
Cómo se había imaginado no tardó demasiado en localizar a aquella pijaza rubia e infiel, besuqueando a un fornido mulato con aspecto de estibador.
La suerte estaba echada.
Con discreción y sigilo, siguió a los amantes hasta un cercano hotel donde debían tener reservada habitación donde disfrutar de momentos gloriosos. El justiciero español calculó que la guardia no duraría más de tres horas y en efecto, tras poco más de dos horas y media apurando gintonics y flirteando con una italiana madurita en el local de la acera de enfrente, vio a través de la cristalera junto a la que estableció su puesto de guardia, a la traidora rubia salir arreglándose el cabello.
-Ciao, bella. Ci vediamo tra un po-dijo Laertes a la morena napolitana con la que gozaría más tarde. La besó apasionadamente fingiendo impaciencia y deseo al mismo tiempo y salió del garito tras los pasos de aquella ejecutiva de moral inexistente.
No tardó mucho en encontrar el lugar adecuado para salvar su alma inmortal. Al doblar un par de esquinas, llegaron hasta las inmediaciones de un hermoso parque del estilo del Retiro madrileño o el Campo Grande vallisoletano. No había nadie cerca por lo que apenas le costó obligarla a entrar en el parque con la navaja presionando la garganta de la asustada mujer.
Una vez dentro todo sucedió muy deprisa.
Laertes la degolló con la mano derecha mientras que con la mano izquierda tapaba sus labios y ahogaba el grito que acompañó a los estertores de la rápida muerte de la casquivana mujer.
Al penetrar con delicadeza a la complaciente italiana en la cama de la habitación de aquel hotel donde nadie apreció esxtrañarse de que aquel amable y simpático español de bigote bicolor no fuese a dormir solo, dedicó el orgasmo que seguramete alcanzaría en aproximadamene uno cuarenta minutos al pese a todo afligido viudito y sus dos hijas.
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