La combinación de escuchar a Vetusta Morla y recuperar recuerdos de la angustia de aquel personaje literario que angustiado se arrastraba por el suelo de su casa, me ha hecho pensar que sin darme cuenta he sido mosca, zángano y predestinado macho de mantis religiosa que aun sabedor de su final, no supo luchar contra la lujuria. Me han atrapado en su tela arañas existenciales, más de una reina me expulsó a picotazos de las colmenas que ayudé a construir y un par de hermosos ejemplares de mantis se lo han pasado pipa devorando mi cabeza. Y mi corazón.
He sido tantas veces cigarra que ahora al pretender ser hormiga, no puedo evitar desmoralizarme al recordar lo bien que se vivía tocando la guitarra, leyendo un libro tras otro y abasteciéndome de los frutos del trabajo de las eficaces obreras que pese a avisarme de que un día la suerte me daría la espalda, consentían que vaciase sus almacenes no privándome de nada.
La vida es una continua metáfora. Y a veces una cruel ironía. De repente pasas de limpiar los restos de insecto que ensucian la pantalla del casco tras una ruta en moto por los campos de Castilla, a ser el bicho moribundo que se ha reventado con el impacto poniéndolo todo perdido de sangre.
Lo que hace que todo cobre sentido es que un día y a base de insistir y de aprender, consigues abandonar la crisálida y corres a reunirte con la más bella de las mariposas de montaña que ha decidido aceptar tu cortejo. Y un ejército de luciérnagas iluminan tu camino, evitando que vuelvas a estrellarte.
Aprendes a eludir el peligro de las pegajosas telas y a identificar quien quiere saciar su apetito contigo después de la cópula. Y que esta, por placentera que sea, no merece que entregues a cambio tu vida, tu ilusión o tus sueños.
Puede que un día el divino entomólogo clave un alfiler en mi pecho y me coloque en un lugar visible, para el deleite de todos, orgulloso de su creación
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