Mecánicamente encendió un cigarrillo, se sentó frente a los folios en blanco, bebió un sorbo del café con leche que se había preparado como único dopaje para la dura prueba emocional a la que iba a enfrentarse, comprobó la carga de la estilográfica y comenzó a escribir.
"Buenos días, princesa". El director italiano, Roberto Benigni, había monopolizado el saludo que eligió para el inicio de la carta al convertirlo en el leit motiv más reconocible de su película "La vida es bella" pero aún a pesar de que su amada lo tachase de poco original, no quiso renunciar a comenzar así la misiva.
Una vez rompió el hielo y escribió las primeras palabras, llegó lo verdaderamente difícil, es decir, darle forma a todo lo demás. ¿Cómo decirle que sentía una necesidad imperiosa de comunicarse con ella? ¿Cómo explicarle que prefería hacerlo así, mediante una carta escrita de su puño y letra y no de forma más ágil, como a través de un whats app o de un correo electrónico? Una vez, leyó que el difunto escritor portugués, José Saramago, había escrito que las lágrimas nunca podrían borrar la tinta de un email. En cualquier caso, cuando media hora antes de comenzar a escribir se había levantado de la cama, Laertes supo que no reuniría el valor suficiente para descolgar el smartphone y llamarla. No sabría que decirle. Él, que siempre se preciaba de tener la garganta cargada con palabras oportunas y del calibre adecuado. Desde luego, se descubría ante ella por ser la única mujer que le había conseguido hacer enmudecer. Y no era la única mujer que le amedrentaba, ni mucho menos. Laertes es un tipo valiente y se enfrentó sin miedo a todas las situaciones que se le presentaron a lo largo de una vida excesívamente compleja y difusa pero a lo único que temía enfrentarse, era a una mujer a la que concediese una mayor claridad de pensamientos y emociones de la que él pudiese llegar a conseguir. Si a eso le sumaba todo lo que lo atraia de ella, su indiscutible atractivo físico, la seguridad de su tono de voz y la rotundidad de sus palabras; la comunicación epistolar, era la forma más viable de contacto.
"Sé que es posible que no quieras saber nada de mi, e incluso que no llegues a leer esta carta pero me veo moralmente obligado a escribirte porque he sido tan estúpido para permitir que abandonases mi vida y que me condenases al olvido, que para mi ha sido el más duro de los destierros. Prefiero que rompas la carta sin llegar a abrirla a no franquearla por cobardía."
Repasó una y otra vez aquel pequeño párrafo que le salió de forma inconsciente y veloz, como si se tratase de la escritura sintomática de un médium en una sesión espiritista o de un poseído de Albacete escribiendo en arameo. Sonrió al hacer esa mental analogía porque en efecto, estaba poseído. Poseído por completo por un sentimiento de tal magnitud, que sus actos y sus pensamientos ya no le pertenecían solo a él. ¿Cómo abrir la espita de su pecho para que manase el caudal de emociones y llegase hasta ella en forma de torrente cristalino? Prefería hacerlo por escrito.
El cenicero se iba llenando de colillas a medida que la pluma estilográfica recorría un folio tras otro y ates de que se diese cuenta, ya había emborronadodo media docena de ellos con la declaración de amor más sincera y más honesta que se hubiese escrito nunca. Pero al darse cuenta de que nunca había apuntado sus señas, casi se desmayó de rabia. Y había llegado a dormir con ella, allí, en su casa, aunque como el no condujo aquella noche al delegar la responsabilidad en un taxista al que ella indicó el camino de forma escueta y precisa, no reparó en interiorizar la dirección.
O quizás no. Quizás no había llegado a dormir con ella más allá de su imaginación y aquella noche de pasión y placer había sido solo producto de sus sueños y por eso no conseguía recordar lo que escribir en el anverso del sobre. Sabía que su casa estaba en una pequeña población de su provincia pero para su desgracia, disponía de muy pocos datos para realizar el envío. Solo su nombre. Lo escribió con caligrafía de concienzudo y artístico amanuense y tras terminar de hacerlo, se sirvió una salvadora medida de whisky en la ya vacía taza del café. Mientras bebió aquel néctar de malta escocesa, pensó en su sonrisa y en sus increibles curvas y se sintió renacer. Había encontrado la solución: encontraría sus señas en internet a través de las redes sociales. Bendito progreso. Benditos modernos mentideros públicos y púlpitos virtuales donde la gente sube a lanzar sus soflamas y proclamas desde la supuesta impunidad de la pantalla del ordenador .
Antes de ducharse y vestirse para salir a la calle a sellar su destino, Laertes encendió un último cigarro y disfrutó como nunca de la dosis de muerte, americana y baja en nicotina.
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