Desde el mismo instante en que se acercaron a
mí, intuí que aquella noche tan sólo sería otra de las peores noches de mi
vida.
Las dos amigas eran francamente bonitas
(hermosas, podría afirmarse). Como canta la zarzuela: “una morena y una rubia,
hijas de…” No del pueblo de Madrid, precisamente. Más bien hijas predilectas
del infierno más espantoso. Dos besos de rigor para comenzar (uno por mejilla)
y la primera ronda de cubatas, maridados con unos demenciales chupitos de
queimada gallega. Habían comenzado el aquelarre como mandan los cánones.
Jugaron sus cartas con destreza, con maestría de tahúr. Cinco minutos después
de aquellos primeros besos inocentes, castos, puros y respetuosos, la lengua
del diablo rubio exploraba la profundidad de mi boca, mientras la mano derecha
de la morena acariciaba mi entrepierna. No soy precisamente un timorato y aquello
despertó de inmediato en mí un ansia desmedida por acabar el gin-tónic e
invitarlas a acompañarme a casa para dar rienda suelta a los instintos más
salvajes. Lo tenían todo calculado. Habían acertado al elegir su presa. Mi
mirada turbia y lujuriosa se lo puso demasiado fácil. La muchacha rubia
abandonó mi boca y se enfrentó al camarero con audacia, haciendo caso omiso del
gesto con el que aquel hercúleo barman le pidió paciencia.
La joven morena aprovechó la ausencia de su
amiga para lamer mi labio inferior y para succionar el lóbulo de mi oreja
izquierda, mientras sus manos expertas me sometieron a un completo
reconocimiento físico. Esto, o algo parecido, lo había soñado yo a los quince
años. Pero con un final diferente y mucho más placentero.
La rubia regresó con la segunda ronda de
cubatas y, cuando la morena me liberó de su beso de ron con coca-cola, me bebí
el gin-tónic de dos tragos.
Me apetecía fumar. No veía el momento de
encender un cigarrillo. Pero tenía un serio problema. Los ceñidos pantalones
“pitillo” que me había puesto aquella noche evidenciaban de manera casi grosera
el grado de calor que alcanzaba mi entrepierna. Desde la esquina de la barra
donde nos encontrábamos hasta la salida más cercana, había por lo menos
cuarenta metros repletos de gente bebiendo y manteniendo esas absurdas
conversaciones de bar musical en las que el mensaje se pierde entre los graves
de los altavoces repartidos por todo el establecimiento. Sólo de imaginarme
abriéndome paso entre aquella multitud, con una erección de campeonato, noté
cómo el mono de nicotina desaparecía rápidamente. No era una mala forma de
dejar de fumar.
Entonces, la rubia propuso que las acompañase a
la habitación del hotel donde pasaban el fin de semana.
Aquel hotel debía de estar distribuido en
círculos, como el infierno de Dante. Pero accedí de inmediato y utilicé el
trasero de la morena como parapeto tras el que ocultar la demostración carnal
del deseo más feroz.
Conseguimos llegar a la salida sin problemas y
aún tuve tiempo de despedirme con un guiño de los seguratas del local, a
quienes conocía por ser un cliente asiduo. Uno de aquellos gorilas uniformados
no pudo evitar comentar en voz alta lo mal repartido que está el mundo. Los
demás le rieron la gracia aportando sentencias de gusto menos refinado.
Al doblar la primera esquina, la noche
vallisoletana nos regaló una de esas nieblas espesas y demoledoras nacidas del
Pisuerga. Las dos se abrazaron a mí con fuerza. Yo me sentía como una especie
de superhéroe. “Súper-gilipollas” o “Capitán iluso”.
De entre las sombras aparecieron tres seres
amenazadores y con muy aviesas intenciones. De no ser por sus enormes
pectorales y sus cabezas rapadas de guerreros teutones, podría haberlos
confundido con los jorobados que acosaban a “Maciste” en una de aquellas
películas de los años ochenta.
El primer puñetazo lo recibí en el pecho y me
cortó la respiración en el acto. La morena se hizo rápidamente con mi Iphone y con las llaves del coche.
Después le dijo a la rubia en qué bolsillo del pantalón llevaba la cartera y el
demonio disfrazado de Marilyn me despojó de ella antes de que uno de aquellos
matones me propinase un rodillazo en la entrepierna, que deshizo lo poco que
quedaba de aquella gloriosa erección.
Como soy un tipo tan cobarde como lujurioso,
accedí de inmediato a darles las claves de mis tarjetas de crédito. Antes de
abandonarme en el suelo con el orgullo tan maltrecho como el magullado cuerpo,
me regalaron una potente patada en la cabeza y lo siguiente que recuerdo, es
que como dice el libro sagrado, la luz se hizo.
Desperté en una cama del Hospital Clínico
Universitario, entubado, sondado y con una vía en el antebrazo derecho, a
través de la que me administraban calmantes.
De todo se aprende y creo que nunca volveré a
cometer el error de considerar que un tipo de metro setenta y setenta y cinco
kilos, con el mismo atractivo que “Copito de nieve”, el gorila albino, pueda
ser objeto del deseo de dos bellezas como aquellas que hicieron de mí el más
estúpido de los mortales
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