martes, 5 de febrero de 2013

Mi viejo amigo

el escritor, tiene otro encargo.
Recoge sus cosas, las mete todas en una caja de cartón, como los polis corruptos de las películas.
La taza del café asomando por encima del marco donde nunca se hospedó ninguna foto.
Tiene que abrir la puerta con un píe, porque la caja pesa demasiado como para llevarla bajo el brazo.
Además, bajo el brazo lleva demasiadas historias.
La que salió bien, todas las que salieron mal.
La paciencia, la dignidad.
La dignidad ha estado a punto de perderla en estos últimos días.
Por eso guarda otra en casa, detrás de un cuadro, en el dormitorio.
Al escritor le han acusado de exhibicionismo, de ponerlo todo encima de la mesa, de ofrecer sus miserias a quien quiera leerlas, a cambio de nada.
De emborronar páginas con lágrimas en Arial 12.
De tener un ego desmesurado.
De no saber escribir más que de lo que vive y siente, o de lo que sueña.
Pero eso es lo único que sabe hacer, maquillar vivencias entre puntos y comas.
Se acuesta imaginando metáforas y componiendo lineas argumentales, se despierta con los dedos entumecidos de sostener toda la noche la estilográfica del subconsciente.
Y crea.
La vida se convierte en algo digno cuando pasa por su filtro, por eso le suelen encargar trabajitos para personas que han sufrido.
Aunque solo acepta este tipo de encargos para pagar las facturas.
Y es que al final, a fuerza de disimular las desgracias ajenas, se termina contaminando con ellas.
Y poco a poco se va volviendo gris.
Y triste.
Así que este será el último encargo que acepte.
Prepara café y selecciona el disco adecuado, gradúa la luz y acomoda un par de cojines sobre su sillón de escribir.
Solo necesita echar una ojeada a la foto en la que ella sonríe, con el pañuelo al cuello y el pelo alborotado.
Las palabras brotan como por arte de magia, en una suerte de escritura sintomática.
Eliminan del pasado de esa mujer todas las frustraciones, los sinsabores, las noches sin dormir y las ganas de arrojar la toalla.
En su lugar, la hermosa sonrisa se expande por todos los folios, y es que cuando sonríe  todo lo demás desaparece.
Ese es su trabajo, conseguir que ella sonría eternamente, aun a costa de olvidarse de su propia sonrisa.
Pero de alguna manera no puede evitar obsesionarse con el arco de sus labios y no quiere dejar de escribir.
Se consume poco a poco, con cada renglón escrito.
Al terminar está agotado, confuso y nervioso.
Ella reluce y el se agosta.
Se ha vuelto a enamorar.
Es su trabajo.



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