Anoche, entre vespas y escoces con cola light, una amiga me dijo algo que me resultó muy curioso.
Según ella, tiene un problema porqué no puede dar calor. Su cuerpo no transmite calor humano.
Obviamente pensé que debía tratarse de un error, ya que la temperatura media corporal es de treinta y seis grados y en ocasiones, cuando has vaciado unos cuantos tragos, termina la ropa por el pasillo y al abrazarte en la cama, entre besos y caricias se dispara y es como si te encendieran una estufa dentro.
Recorres cada poro buscando el interruptor y descubres el botoncito muy abajo, escondido entre pliegues deliciosos.
A no ser que seas un puto vampiro, lleves muerto doscientos años y te alimentes con la sangre de seres vivos, todos podemos dar calor.
Yo al igual que vosotros me enciendo, y podría derretir una plancha de amianto en algunos momentos.
Me encanta esa sensación tan increíblemente animal que se da cuando pretendes unirte por completo a otra persona.
Buscar el origen de cada beso, de cada movimiento de cadera, de cada gemido.
Sudar y dejarse llevar por el placer.
Regalarle lo más profundo y lo más salvaje que puedes regalar, dejarte ir una y otra vez y volver enseguida, porque aún quieres que la noche no termine nunca.
Observar su rostro, la forma en que entreabre los labios, el trazado que dibuja su lengua.
Escuchar, aplicar todos los sentidos a un momento sublime en el que desaparecen por completo tu ser y el suyo y se convierten en una fiera hambrienta.
Arañarnos, mordernos, arrancarnos la piel a tiras.
En ese momento hay algo más que calor, hay un sol, una supernova entre las sábanas elevando al infinito la temperatura de la habitación.
Otra cosa, es que mi amiga no haya encontrado la persona adecuada a la que calentar.
Pero la conozco, es una buena chica y seguirá buscando.
Mira por donde, hoy es una buena noche para ello.
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