jueves, 20 de octubre de 2016

Arrecifes de coral



Mandarina es un pez de colores, uno de esos pececitos que venden en las tiendas de animales y que se pueden encontrar en grandes acuarios en los centros comerciales.
Su vida transcurría de forma anodina y placentera, junto a otros muchos compañeros en un enorme estanque habilitado para criar cuantos más ejemplares de su especie mejor y, venderlos luego a los adultos y niños que querían decorar sus casas. Una pecera colocada sobre la mesa del salón o en una estantería, servía de claustrofóbica vivienda a tres o cuatro pececitos de colores a los que poner nombre y visitar varias veces al día, alimentándolos con comida de un bote gigante.
Una mañana de otoño, Mandarina y tres de sus amigos fueron recogidos con algo parecido a un cazamariposas y depositados en una bolsita con agua para que no muriesen durante el viaje hasta su nuevo hogar.
Al llegar a su destino, la niña que los había comprado los depositó con mucho cuidado en el húmedo habitáculo donde tendrían que vivir el resto de sus días. O eso creía Mandarina.
Durante unas cuantas semanas, recibieron muchas visitas y la atención desmedida de los niños que les observaban a todas horas. La curiosidad de los pequeños no era muy diferente de la de sus compañeros, que nadaban haciendo piruetas para llamar la atención del enfervorecido público.
Mandarina empatizaba mucho más con la joven humana que cuidaba y adiestraba a los cachorros. En alguna ocasión, al nadar solo para ella, Mandarina se daba la vuelta con la intención de que la humana amiga, le rascase la tripita, pero no sabía cómo hacérselo entender.
Sus compañeros no supieron dosificar las energías y uno a uno fueron cayendo, agotados por el esfuerzo tratando inútilmente de encontrar la salida de aquella urna de cristal. Mandarina resistió y consiguió despertar el interés de aquella simpática y cariñosa humana, que empleaba con ella el mismo tono comprensivo y dulce que empleaba con los cachorros a su cargo. Un día, incluso le rascó la tripita, con maternal delicadeza.
Llegó el día en el que la humana comprendió que Mandarina debía de vivir su propia aventura y conocer los arrecifes de coral y trazó un plan para ayudarle en la fuga, sin que los pequeños sospechasen su complicidad en la evasión.
Acostumbró al pececito a que se diese la vuelta a fuerza de rascarle la tripita a diario y, cuando los pequeños observaron que Mandarina pasaba demasiado tiempo panza arriba, la creyeron enferma y próxima al final.
La joven a cargo de los cachorros decidió una mañana que ya había llegado el momento de ponerla en libertad y llevó a Mandarina hasta un enorme túnel de porcelana blanco, donde fue depositada con mucho cuidado y donde la fuerza de un repentino remolino, le arrastró entre corrientes de agua fría y caliente, hasta la desembocadura de aquellas galerías de pvc en un río cercano.
Mandarina nadó en el río siguiendo su curso y conociendo a nuevos amigos que le acompañaron en su viaje, hasta que un día llegó al mar.
El pequeño pececito de colores que nació en el estanque de un comercio y vivió en un aula escolar, aceptó con coraje y esperanza la oportunidad que la humana le ofreció y tras muchos días de camino, esquivando redes y anzuelos, llegó a los arrecifes de coral.
Mandarina supo entonces que lo mejor que le había pasado en su vida, no era haber conseguido alcanzar aquella maravilla de la naturaleza, sino el haber conocido a su joven salvadora.
El pececito de colores, decidió entonces que emprendería el camino de vuelta y regresaría al aula, para llevarle un poco de coral a su nueva amiga y para tratar de hacerle entender que pasase lo que pasase, Mandarina quería ser su amiga el resto de su vida, o de sus vidas.

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