No ha parado de llover en todo el día. Cuando se levantó de la cama y miró por la ventana de su dormitorio, comprendió que este seria otro día de esos, de los que tanto teme.
Ocupó la mañana en rellenar impresos y terminar el trabajo que se había acumulado en su escritorio pero en ningún momento llegó a sentir la tan ansiada sensación del deber cumplido. Simplemente había malgastado unas cuantas horas más en hacer lo que todos esperaban de él.
Comió con desgana lo primero que encontró en la despensa, sin molestarse en que al menos tuviese un sabor agradable, solo en alimentarse y en no perder fuerzas. Las iba a necesitar todas. Cuando llora y se desespera encerrado en la soledad de la dolorosa introspección, termina extenuado.
Trató de dormitar un rato junto a los grandes ventanales abiertos del salón pero la lluvia no lo meció como esperaba. No encontró una canción de cuna en el repicar de las gotas sobre el suelo de madera del porche. La lluvia solamente entonaba una nueva sinfonía de soledad y de ocasiones perdidas, de reproches y de besos desperdiciados.
De vez en cuando un trueno resonaba en la distancia, con ese pavoroso estruendo que se le antojó el del martillo de los dioses al golpear sobre el yunque del destino.
Calentó el café restante del desayuno y se lo sirvió en la taza que le habían regalado conmemorando su última y épica victoria. Encendió un cigarrillo y lo fumó con ansia, como si le fuese la vida en ello. La vida. Que fabuloso compendio de caóticos momentos, sazonados con algo de felicidad ocasional que le daba un gusto agridulce, como el del amor. Había jurado no volver a enamorarse pero sabía que no tardaría en romper su juramento y aunque no pudiese evitarlo, odiaba faltar a su palabra. Y de nuevo mentirse a si mismo.
Levantó la tapa del piano y se sentó con el cigarrillo entre los labios. Con la torpeza que concede la ausencia de disciplina, destrozó la Gymnopedia Nº1 de Erik Satie, al ejecutarla con tan escasa precisión en los dedos como pasión en el alma. Al poco de haber ocupado la banqueta frente al instrumento, se levantó airado y rompió la partitura en pedazos. Como otras muchas partituras que se empeñaba en seguir tratando de interpretar, aquella era una de las melodías para una noche en vela que de forma recurrente, le asaltaban por la noche, y le hacían volver a tiempos mejores, privándole del alivio del sueño.
Se armó de valor y decidió hacer una lista de los pros y los contras de seguir vivo. Se asustó al ver que la de los contras cobraba una dimensión apabullante frente a los escasos pros que anotó llegando incluso a hacer trampas, apuntando trivialidades y tópicos en los que ya no creía. No obstante algo dentro de su pecho le hizo depositar ambos listados en la chimenea y, con el mismo encendedor de gasolina con el que prendió un nuevo cigarrillo, le pegó fuego a sus miedos y sus miserias.
Él era un tipo luchador, ya lo había demostrado y volvería al combate. No tenía que hacer valer ante nadie su capacidad de sacrificio y su esfuerzo, tan solo ante su conciencia, que cada día se hacía más exigente y menos confiada.
Se vistió con inusual lentitud provocada por la ausencia de entusiasmo y tras abotonarse la guerrera, se calzó las altas botas de campaña y comprobó la munición de la automática reglamentaría antes de introducirla en la funda de cuero que pendía del ceñidor sobre la cadera.
La lluvia habrá detenido el avance del enemigo y está seguro de que los soldados de sus vieja guardia, junto a los que había librado las más cruentas batallas, estarían aprovechando el permiso que les concedió el jefe del regimiento dos días antes. Pero a diferencia del resto de valientes soldados, a él no le esperaba en casa agitando banderitas, ninguna mujer y ningún hijo que lo abrazase orgulloso.
Antes de salir en busca de la bayoneta que le diese paz a su espíritu al clavarse en sus entrañas y retorcerse como un roto juramento de amor eterno, se detuvo ante la foto de boda de sus padres, ella de blanco impoluto y él de uniforme de gala. Besó el marco y enjugándose una espesa lágrima, respiró profundamente. Supo que jamas estaría a la altura de su padre, tan valiente, tan cabal, tan correcto; ni de su madre, tan piadosa, tan honrada, con tan buen criterio en asuntos del corazón y del devenir de los acontecimientos.
Se aseguró de esparcir por el suelo de la cocina la suficiente comida, para que el gato que le calentaba el lecho, a falta de algo mejor, no tuviese que cazar la cena durante su ausencia. Si él moría en combate, alguien se ocuparía del adorable minino y sino acudía nadie al rescate del felino bicolor, seguro que sabría sobrevivir. Dios hizo al gato para que el hombre pudiese acariciar al león. Y lo dotó de interminables recursos convirtiéndolo en la especie superior.
Abandonó la casa como quien se despide de un viejo amor que no ha de regresar jamás, con los ojos inundados en lágrimas y conteniendo la emoción, para que no se le viese llorar como un niño pequeño. Hay despedidas que son necesarias para evitar sufrimiento. Son momentos rituales en ofrenda al mal menor.
Puede que regresase o puede que no. lo que tenía claro es que nadie, ni tan siquiera su gato lo echaría de menos. Por eso le importaba tan poco morir. Incluso lo deseaba.
No ha parado de llover. Ni dentro, ni fuera de su alma.