Limpió cuidadosamente con un pañuelo la hoja del cuchillo antes de introducirlo en la vaina que llevaba en el interior de su bota izquierda.
Antes de salir de ese callejón de forma sigilosa echó un vistazo al cuerpo de la mujer que yacía en el suelo.
Lo cierto es que era preciosa. El largo cabello oscuro, alborotado tras el forcejeo ocultaba la herida del cuello, un tajo certero en la carótida pero su vestido agujereado y lleno de sangre a la altura del pecho no podía disimular la puñalada en el corazón.
El corazón.
Igual por estar convencido de que el suyo fue maltratado hasta la saciedad en el pasado, el asesino disfrutaba atravesando el corazón de sus víctimas mientras las miraba fijamente a los ojos.
En esta ocasión algo grave sucedió dentro de él, pues al apuñalar a la joven sintió que aquello no estaba bien y por primera vez tuvo miedo.
Apenas la conocía. Habían coincidido entre el público de una representación teatral y tras cruzar comentarios sobre lo insulso de aquella obra y lo desacertado de la puesta en escena, decidieron salir de la sala y tomar unos vinos en la taberna más cercana.
Hoy no tenía previsto asesinar a nadie aunque siempre llevaba su afilado cuchillo oculto en la bota por si acaso.
Podría decirse que todo fue un cúmulo de catastróficas desdichas.
La cosa comenzó a torcerse cuando tras el segundo vino, ella comenzó a hablarle del asco que sentía hacia los caballeros que la pretendían por arrogantes y vanidosos, cuando con sus gestos evidenciaba una vanidad que demostraba sin lugar a dudas su estrategía en aquel juego de seducción.
Era hermosa y eso la aportaba cierto sentimiento de triunfo pues fue ella misma la que le invitó a acompañarla hasta su casa " por seguridad" dijo sin saber que estaba poniendo al zorro a cuidar del gallinero.
Durante el trayecto continuó con su discurso de rechazo hacía la condición masculina y al hablar de las rupturas terminó por sacar al joven criminal de sus casillas.
La mujer presumió de haber roto corazones durante toda su vida, rechazando enamorados que la asediaban con cartas patéticas y ramos de flores y él no pudo evitar recordarse a si mismo sentado en el escritorio a la luz del candil, buscando las palabras apropiadas para demostrar su amor por aquella diablesa que le destrozó el alma.
Cuando la hizo entrar con engaños en aquel oscuro callejón, aún sentía que aquella mujer merecía morir, pero al clavar la hoja en su pecho algo le hizo experimentar un vértigo desconocido hasta el momento y de pronto se arrepintió de no haberla dado la opción de salvar su vida cambiando de tema de conversación y alejándose de aquel peligroso discurso.
Antes de morir ella lo miró con una expresión muy diferente al terror o a la sorpresa.
Más bien aquella mirada fue de completa desilusión, como si hubiera esperado que aquel encuentro ocasional fuera el inicio de algo muy especial y lo peor era tener la certeza de que él habría querido amar y sentirse amado por esa mujer pese a tan irritante inicio.
Oculto entre las sombras del Madrid mal iluminado al caer la noche, el asesino llego hasta su casa, se desvistió con sumo cuidado dejando la ropa debidamente estirada en el galán de noche y extrajo el cuchillo de la vaina.
Se sentó en la cama y sin pensarlo dos veces apoyó la punta contra su pecho y de un fuerte empujón la hundió en su corazón.
El servicio encontró su cadáver a la mañana siguiente y lo que soprendió al policía que acudió a la casa, fue ver aquella sonrisa en su rostro.
Aquella cara evidenciaba claramente felicidad en la muerte, felicidad por haber decidido terminar de una vez por todas con esa espiral de sangre y locura.
En su ilógico razonamiento interior, él joven suicida culpó de su muerte y de las muertes de aquellas seis mujeres que cayeron bajo la hoja de su cuchillo a aquella cruel persona que le arruinó la vida y le mató la ilusión apenas seis meses antes.