Saltando de cadena en cadena, me encontré con un anuncio nuevo sobre los créditos ICO.
Era precioso: un señorín trata de levantar la persiana metálica de su negocio y no puede pero varias personas, de forma desinteresada, se acercan a ayudarle y, entre todos, lo consiguen.
Mientras, una voz en off iba contando lo chupi que es pedir un crédito ICO liquidez de hasta 200000 pepinos, porque con la que está cayendo "papá estado" no va a dejar que los pequeños empresarios y los autónomos lo pasen mal, que coño.
Se me caían las lágrimas.
Así que abrí los ojos y vi la luz y me dije -eso es justo lo que necesito- y al día siguiente me puse todo lo guapete que pude, me corte las uñas y me eché colonia detrás de las orejas y, con los balances anuales de mi empresa y el resto de la documentación pertinente, me encaminé a por mi ICO liquidez.
En el banco, un señor muy amable me pidió que me sentara y que le explicara el motivo de mi visita.
Muy ufano yo, dije -vengo a solicitar un ICO liquidez.
La carcajada del empleado fue tal, que comenzaron a asomarse sus compañeros desde los despachos contiguos.
No paraba de reírse el cabrón y le caían unos lagrimones de aupa, empapando los papeles de la mesa.
-Sólo quería veinte mil euros- aproveché a esgrimir entre risotada y risotada, y aquello fue la gota que colmó el vaso.
Que convulsiones, oiga. El tío estaba completamente desencajado y empezó a ponerse rojo y todo.
Se desaflojó la corbata y, conteniendo la risa, me pidió que pasara al despacho contiguo, a explicárselo a su compañera Pepi, que es la que lleva créditos a empresas.
No veas la Pepi, se retorcía de la risa la muy asquerosa.
Yo lo estaba pasando fatal porque, como no pronuncio la "r" y seseo un poco, pensé que a lo mejor no me habían entendido alguna palabra, se había originado alguna absurda confusión y por eso se me estaban descojonando todos en la cara.
Pero no, tras pasar por varios departamentos de la entidad a alegrar la mañana a diversos empleados, al fin uno accedió a explicarme que los créditos ICO son como los manatíes, todos sabemos lo que son, pero casi nadie ha visto uno en la vida real.
Así que ahí estaba yo, humillado por un montón de pazgüatos para los que las ilusiones y las esperanzas del ciudadano de a pie son como chistes de Arévalo.
Entonces no sé que me sucedió en el cerebro, fue como una especie de "clic", como si saltara un resorte oculto que me desquició y me llevó a hacer lo que su señoría y el ministerio fiscal han calificado como asesinato múltiple.
Cogí el abrecartas del escritorio más cercano, me abalancé sobre un empleado y lo atraje hacia mi tirando de la corbata con la mano izquierda mientras que con la derecha le hundí el afilado objeto en el cuello media docena de veces.
Todo sucedió muy deprisa, cuando el vigilante de seguridad se percató de lo sucedido era demasiado tarde ya que, de un solo golpe, le clavé el abrecartas entre los ojos.
Luego lo que ustedes ya conocen, armado con el revolver reglamentario del guardia de seguridad, disparé sobre el resto de los empleados y los fui eliminndo uno a uno, incluida la señora de la limpieza, cosa de la que estoy arrepentidísimo, porque lo tenia todo impoluto.
Recargué el tambor del arma con la munición que encontré en el cinturón del vigilante, salí por la puerta como si tal cosa y pedí un taxi.
Pagué al taxista que me dejó a la entrada del palacio de congresos y esperé allí fumando un pitillo tras otro, hasta que vi salir al ministro de economía y, lo demás, ya saben, lo mismo.
La primera bala le entro por el ojo derecho, las dos siguientes se alojaron en un pulmón y en el bazo, según ha explicado el forense aquí presente.
Había mucha gente corriendo y gritando a mi alrededor y, es curioso, recuerdo el olor a palomitas de maíz que emanaba de un kiosco de chuches, como dice Rajoy, situado a mi espalda.
Casualmente aquel día había huelga de brazos caídos de la guardia civil, con lo que los agentes que custodiaban el edificio, se dieron la vuelta, subieron el volumen del aparato de radio y me dejaron marchar tranquilamente.
Yo que siempre he sido una persona honrada y temerosa de Dios, recapacité sobre lo sucedido y media hora después acudí a la comisaría de policía más cercana a entregarme, aunque de nada sirvió, puesto que por falta de recursos técnicos, no pudieron atenderme y me solicitaron que volviera pasados unos días.
Tres semanas después, se presentaron en mi casa los geos, armados hasta los dientes, llamando con muy malos modos y, al derribar la puerta, me rompieron el jarrón de porcelana inglesa que me regaló mi tía Puri antes de morir, cosa que me puso frenético y, de no haber sido por esto, le prometo señoría, que no hubiera abierto fuego contra los agentes.
Se que he dejado tres viudas y un viudo en el cuerpo, y también lo lamento mucho, pero aquel jarrón tenía un gran valor sentimental.
Me desarmaron, me esposaron con las manos a la espalda y se negaron a rascarme la nariz que me estaba picando horrores y yo no alcanzaba, figúrese usted, con las muñecas a engrilletadas.
Fue un gesto muy feo el suyo, porque el picor persistía y no hubo manera de convencer a ningún policía de que me rascara y eso, en un estado de derecho, es inadmisible.
Se que el ministerio fiscal ha solicitado mil doscientos años por mis delitos, pero viendo como salen los presos de ETA, libres a los ocho o nueve años, a mi como si pide tres millones de lustros, porque con todos mis respetos señoría, además de cagarme en el Instituto de Crédito Oficial, me cago en la justicia española.
He terminado mi alegato, buenos días.