Tumbado boca arriba en la cama con las luces apagadas y rezando para que amanezca lo antes posible y el mañana se convierta en hoy, aspiro una calada de ese primer pitillo del día que se ha adelantado al café e incluso a ese vaso de agua fría que deberían haber precedido al humo y a todas esas sustancias nocivas que me van matando poco a poco, cigarro a cigarro.
Se avecina otro de esos días raros, lo sé, lo espero, lo temo.
Con el alba llegarán más dudas, más miedos, más angustias, más retos, más pruebas de resistencia, nuevos asaltos en este eterno combate en el que me he prometido no tirar jamás la toalla, por mucho que duelan los golpes. Y con suerte, en el momento más inesperado el teléfono me sorprenderá con la llamada que tiene a mi alma y a mi futuro en vilo y puede que los astros se alineen y el día me regale un par de necesarios abrazos y esa sonrisa que me devuelve la ilusión y me mantiene en pie sobre la lona aguantando con estoicismo un puñetazo tras otro. Y si aún sigo siendo digno puede que el destino se decida a obsequiarme con una de esas píldoras de felicidad que evitan que mi razón emprenda un vuelo sin retorno a B612.
Si hay algo mucho más triste y peligroso que el miedo a la muerte es el invalidante y desolador miedo a la vida. Y es que no se puede vivir con miedo a vivir, y por eso han aumentado preocupantemente los suicidios. Por eso hay personas que buscan respuestas y soluciones donde antes no se habían aventurado a buscar y por eso a veces nos preguntamos qué coño está pasando en este mundo.
Y por eso escribo cada día. Por eso me evado a otras épocas, otros países, otras realidades y otras existencias. Me escribo circunstancias más amables que me ayudan a mantener la sonrisa y en un alarde de valor me escribo también problemas de complicada solución, desafíos difíciles de superar y pérdidas irreparables y cuando haciéndole trampas a los hados soy capaz de redactar las soluciones, de superar los obstáculos en negro sobre blanco y de recuperar lo perdido, al levantar la vista de la pantalla del ordenador, del folió en blanco o de la libreta, me siento por unos segundos el tipo más feliz del universo conocido y de los universos que aún quedan por conocer y por escribir, y me abandono a la imagen ideal en la que comparto mis triunfos con ELLA, y ELLA es feliz porque sabe que yo lo soy.
Otro de esos días raros. Comienzan a ser demasiados y demasiado raros. O quizás no tanto. Puede que deba preguntarme si el raro soy yo y por eso, por mi rareza, convierto los días en raros para no tropezar en las sombras ni perder el rumbo.
Ha salido el sol. A lo lejos una paloma aporta arrullos y zureos al nuevo día y un gato aventurero maúlla desafiante. Salto de la cama y me regalo una ducha de agua fría que me devuelve el sentido y tonifica mis músculos. El primer café de la mañana es tan solo equiparable al néctar de los dioses, a esa ambrosia celestial y al sabor de sus labios.
A por el día. A por la vida. A por todo.
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