Los farolillos y los banderines que cuelgan de los balcones le asquean y el olor a alcohol que desprende cada centímetro del pueblo, mezclado con el de orines proviniente de cada callejón y cada garaje, le obliga a contener las arcadas por no montar el número delante de las fuerzas vivas y los vecinos, que han sacado en procesión a la Virgen. Suben los cohetes y estallan en el aire con un ruido ensordecedor y molesto, que consigue encabritar a los caballos que montan algunos paisanos vestidos para la ocasión.
Aprovechando el revuelo causado por una yegua que se ha puesto a piafar de manos, aterrorizada por el estruendo y la muchedumbre, Perla se cuela en la iglesia del pueblo y antes de que nadie pueda detener su ascenso, sube hasta el campanario y se encarama a la barandilla, desde donde amenaza con caer al vacío.
No hace ni diez días que se llevaron a su hijo pequeño y todo apunta a que no volverá nunca a verlo. Hablando con las amigas le han explicado que aunque parezca mentira, en el mundo actual, se siguen dando casos como el suyo y el final siempre es el mismo: un psicópata mata y descuartiza al pequeño y luego expone el cadáver en un lugar público para que su obra sea contemplada por cuanto quiera verlo y sepa apreciar su pericia asesina.
Desde abajo, la gente, alertada por uno de los jinetes, que ha reparado en ella, levanta la vista y comienza a gritar, apartándose prudentemente del lugar donde seguramente se estrelle con gran fuerza, al caer desde esa altura. Algunos gritan suplicándole que resista, que no se enfrente a la gravedad, que no tiene sentido, que es una locura. Para ella la única locura es seguir viva en las condiciones en las que se encuentra, sin su hijo, explotada laboralmente por un hombre al que le importa una mierda la tan manida paridad y mucho menos sus condiciones laborales.
Un ruido a su espalda le hace girarse y ve como el alcalde y el cura han subido hasta allí y tratan de sujetarla pero entonces Perla comprende que lo único que quieren es disimular el escándalo de su muerte durante las fiestas, nada más. Ella les importa menos que nada y aunque la devuelvan a salvo a la finca donde reside, al día siguiente no volverán siquiera a mirarla.
Perla cierra los ojos y cae, gritando y liberando su rabia y su ira en la caída.
En pocos minutos, las fotos de su impacto contra el cemento llegan a los rotativos de todos los diarios nacionales y a los de algunas publicaciones internacionales: "Un año más, la cabra cae desde el campanario de la iglesia de Manganeses de la Polvorosa, en Zamora". Jesús, el redactor de A3, va un poco más allá y llama a la víctima por su nombre, Perla, añadiendo que por primera vez; la cabra que se estrella contra el suelo, había sido utilizada para la cría y, en la cena de inauguración de las fiestas, se había servido a las fuerzas vivas de la localidad, su primer cabrito; sacrificado según el método tradicional por el carnicero del pueblo.
Nada es verdad, ni es mentira. Todo depende del cristal con que se mira.
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