El aire es frío y arrastra las amarillentas hojas de un lado a otro, como el mar cuando juega con los barcos antes de engullirlos.
Está sola y llora.
Llora porque la luna no brilla tanto como lo hizo ayer.
Llora porque camina sola, en vez de abrazada a su cintura.
Tanto margen le dio, que los márgenes se hicieron mundo y él descubrió que había vida más allá de ella.
Tanto amor le dio, que terminó por ahogar el amor que él sentía.
Tanto lo quiso y tan mal, que él aprendió que el amor muerde y duele y decidió despojarse de su boca.
Ahora ella sostiene su foto entre las manos, como una niña que ha recogido del suelo un pajarito herido.
Ahora es tarde para insuflarle su aliento, para acariciar sus alas rotas.
Ahora, no hay nadie más en ese banco y la respiración se acelera, hasta que cae la primera lágrima. Luego viene otra y después mil más, todas, como una estampida, todas, todas sus lágrimas.
No puede contenerlas, no quiere detener el éxtasis del dolor.
Duele y duele y duele y nota con exactitud el punto donde quema el pecho, porque quema de verdad, abrasa, pero no cauteriza la herida que sigue abierta y manando llanto.
Los ojos empiezan a escocer, la sal de las lágrimas erosiona la piel de las mejillas y un carro lleno de angustia aprovecha los surcos y recorre su cuerpo.
No tiene consuelo, porque esta vez sabe que no va a volver, que lo ha dejado partir, que se ha llevado toda la risa, todos los buenos momentos, todos los sueños y los planes, los proyectos y las aventuras, en un hatillo con remiendos de otras historias de amor.
Se siente estúpida añorando los ojos azules que hacía un tiempo habían dejado de interesarla.Se pregunta como será la vida sin él.
Le duele conocer la respuesta.
Del otro lado del muro de hiedra, él está sentado en el suelo, junto a una flor marchita.
No quería marcharse.
Siente como un puñal de hielo se le incrusta en la garganta antes de empezar a repetir su nombre como una letanía.
Se ha vuelto muy pequeñito, tanto que podría pisarse a si mismo si no pone cuidado.
Se sube los cuellos del gabán en un gesto que de alguna manera recuerda a sus caricias, cálidas y oportunas.
Que difícil ha sido partir, que terrible es no saber a donde.
Apenas unos pasos y ha caído desplomado, exhausto, herido de muerte al volver la cabeza y mirar hacia atrás y verla tratando de retenerle con las pupilas empapadas, levantando la mano en un último intento por detener el tiempo y volver a días mejores.
El mismo viento gélido que congela las lágrimas de ella, alborota los rubios cabellos de él.
Parece un personaje de Dickens, tan frágil, tan abandonado, tan desprovisto de ganas de vivir.
Trata de no pensar, de no sentir, de arrancarse su imagen de la memoria, pero la lleva impresa en cada centímetro de su piel.
Huele a ella, sabe a ella.
Tendrá que armarse de valor y colocar su recuerdo encima de la chimenea, donde pueda verlo cada noche al avivar las ascuas.
Tanto daño hace amar, que prefiere no olvidarla.
Tanto daño hace amar, que tendrá que vendarse las heridas con cientos de versos.
Enciende un cigarrillo que baila entre sus labios que tiemblan.
Aspira el humo queriendo ser humo también y desvanecerse, pero nada de eso pasa y sigue siendo quien es.
Se levanta despacito, a sabiendas de que va a empezar a caminar y no sabe exactamente que rumbo tomar.
Esta perdido sin ella.
Se mete las manos en los bolsillos y coloca un pie delante del otro.
Ella esta tiritando.
La noche ha caído sobre la ciudad y en el parque solo hay silencio, como el que se escucha en su alma.
Se levanta despacito, a sabiendas de que va a empezar a caminar y no sabe exactamente que rumbo tomar.
Está perdida sin él.
Se mete las manos en los bolsillos, hace mucho frío.
Coloca un pie delante del otro.