Ondas en el agua
El niño había llegado hasta la playa caminando desde la casa de sus abuelos, a unos dos kilómetros de allí. Conocía bien el camino, ya que cada verano, al llegar las vacaciones estivales, su madre lo enviaba a Galicia con la abuela y el abuelo, y su pequeño perro de aguas, llamado Lupa.
El no decía nada y preparaba su maleta, lo hacía solo, no porque ya fuera muy mayor, sino porque desde que sus padres se separaron, cada fin de semana tenía que escoger la ropa, preparar el neceser, elegir un par de cuentos para leer por la noche y un único peluche que le acompañara, ya que no le permitían llevar más.
Dependiendo en casa de quien le tocara pasar el fin de semana escogía unos cuentos u otros.
Si dormía en casa de su madre, se llevaba el cuento de las habas mágicas, y en silencia, al llegar la noche, lo leía una y otra vez desde el refugio de su cama.
Quisiera tener esas fantásticas semillas, para trepar por la planta hasta llegar más arriba de las nubes, lejos, muy lejos, tan lejos que el novio de su madre no pudiera alcanzarlo con sus insultos y sus bofetadas.
Y es que este niño, cometió el pecado de estar gordito.
El novio de su madre, Castor, tiene dos hijos modélicos. Juegan en el equipo de futbol del colegio y sacan muy buenas notas, sobre todo en Educación física.
Son altos y esbeltos y Castor está muy orgulloso de ellos. Sin embargo a Julián, que es como se llama este pequeño, lo detesta.
Siempre lo está humillando, llamándolo “gordo”, “croqueta”, “bola de sebo” y algunas otras originales lindezas.
Cuando la madre de Julián no está delante, Castor aprovecha cualquier excusa para soltarle un par de bofetadas y si Julián no puede contener las lágrimas, vuelve a abofetearlo, para que aprenda a ser un hombre.
Una vez Julián sorprendió a su madre contemplando una de esas vejaciones desde la puerta de la cocina y al volver sus ojos hacia ella, anhelando una palabra de ayuda, ella aparto los suyos, se giro y desapareció en silencio.
Si dormía en casa de su padre, Julián se llevaba en la maleta un cuento my cortito, llamado “El gato”, que hablaba de un niño huérfano que descubre que puede hablar con los animales y entabla una gran amistad con un gato negro.
Julián quisiera poder hablar con el gato de su padre, un minino persa que soporta a regañadientes sus caricias y preguntarle porque su padre está siempre triste y solo, llorando frente a la foto del día de su boda y bebiéndose las botellas de vino despacito, una detrás de otra, sentado en el sofá del salón.
Castor al menos nota su presencia, su padre ignora que aquel niño es lo único que le queda de su triste matrimonio. O quizás no lo ignora y por eso prefiere olvidarlo en la habitación del fondo, pintada de azul.
Con la llegada del verano, Julián vuelve a sonreír.
Los abuelos le quieren y tratan de hacerle sentir un niño normal. No le pegan, ni le insultan, ni hacen como si no estuviera delante, al contrario.
Cada mañana el abuelo toma un par de antiguas cañas de pescar y prepara el cebo. Julián ha aprendido a desenterrar lombrices para rellenar el bote del cebo y siempre lo tiene rebosante de escurridizos gusanos.
El abuelo y él caminan despacio durante un buen rato, hablando de cosas sin importancia.
En ocasiones el abuelo le cuenta historias de barcos fantasmas y de monstruos marinos y a Julián le gustaría que no terminara nunca.
Pero esta mañana Julián ha ido solo a la playa.
Se sienta en la orilla y comienza a lanzar piedrecitas al mar, haciendo que surjan unas ondas diminutas y concéntricas en la superficie.
Julián hoy se ha despertado con los ladridos de Lupa, unos ladridos nerviosos, casi frenéticos, unos ladridos que anunciaban que algo no iba bien.
Y efectivamente, cuando el abuelo estaba preparando las cañas, como todos los días, su corazón se ha parado de repente y se ha caído al suelo.
Lupa ladraba histérica al equipo del SAMUR que se ha acercado hasta la casa, entre sirenas y luces.
La abuela lloraba desconsolada y sin darse cuenta de que dejaba en la casa un niño de nueve años, solo y asustado, se ha montado en la ambulancia y se ha ido al hospital, sujetando entre lágrimas la mano inerte del abuelo.
Julián arrojó otra piedra y otra más y sin darse cuenta comenzó a llorar.
Julián tiene nueve años, pero ya no quiere vivir, solo quiere desaparecer con su tristeza, que le desgarra las entrañas y le nubla la visión.
La tristeza y la desesperación son unos seres horribles que si se adueñan de ti, te van matando poquito a poco, alimentándose de imágenes grises y de malos recuerdos y cuanto más comen ellos, menos ganas tienes tu de comer.
Cuando alguien está muy triste, comienza a adelgazar un poquito cada día, despacito pero inexorablemente.
Al bajar del autobús que le condujo de vuelta a Madrid, donde lo esperaban su madre y Castor, este gritó sorprendido “vaya, parece que el zampabollos se va a convertir en un niño normal”.
Julián se fue consumiendo poquito a poco, alimentando los monstruos que vivían dentro de él con las pocas fuerzas que le quedaban.
Su madre le llevó al médico, pero este no le encontró ninguna dolencia que diagnosticar así que le recetó un complejo vitamínico y una dieta rica en hidratos y proteínas y le despachó con una palmadita en la espalda.
Pasaron un par de meses y Julián tuvo que ser ingresado. Apenas pesaba veinte kilos y nadie se podía explicar cuál era el mal que se estaba llevando la vida de aquel niño.
Julián no tenía fuerzas para hablar y los pocos ratos que no permanecía sedado o dormido, los pasaba sollozando en voz muy queda.
De vez en cuando algún enfermero trataba sin éxito de hacerle sonreír, pero poco a poco todos empezaron a temer entrar en la habitación de aquel niño triste.
Su padre solo fue a visitarle un día, se quedó frente a él muy serio, sin decir nada y al poco las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro, humedeciendo la larga barba rubia. Entonces se dio la vuelta y se marcho, y no volvió más.
En ese momento Julián noto como los monstruos que le devoraban por dentro, acababan de escoger su próxima presa.
Castor acompañó a su madre en alguna ocasión y al principio se quedaba junto a la cama observándole, casi con lástima o puede que con algo de remordimiento, pero también se cansó de perder el tiempo en aquella habitación y dejó de venir.
Una noche, Julián se despertó sobresaltado por un ruido tremendo, y cuando sus ojos pudieron acostumbrarse a la tenue luz que irradiaban los monitores donde permanecía continuamente conectado, Julián se quedó estupefacto.
A los pies de su cama, destrozando el suelo con las raíces había brotado una planta enorme, que perforando el techo ascendía vertiginosa por encima de las nubes.
Julián se levantó curioso y al acercarse al colosal tallo y observar aquel formidable milagro, escuchó muy nítido un maullido, alzó la vista y arriba, muy arriba, posado plácidamente en una rama, había un gato negro que le observaba atentamente.
“Hola” dijo Julián y para su sorpresa el gato abrió la boca y en perfecto castellano le contestó y le dijo “ven, sube, no tardes, porque tu abuelo te está esperando para ir a pescar, ya va a amanecer y los peces con el sol se vuelven muy precavidos y no asoman a la superficie”.
Julián se puso con cuidado sus zapatillas y comenzó a trepar y trepó y trepó y con cada metro que ascendía por aquella planta mágica sentía como los monstruos que le habían estado devorando durante meses dejaban de morder y sin más, de repente, se fueron.
Julían distinguió entre varias la voz cantarina y amable de su abuelo y entonces comenzó a trepar más rápido y sin darse cuenta, sonrió.
El médico de guardia se acercó a comprobar los monitores, tomó el pulso del pequeño y no pudo hacer otra cosa que certificar la defunción.
Hubo algo que le llamó tremendamente la atención, en el semblante plácido de aquel niño triste, brillaba una enorme sonrisa.