En ocasiones me despierto empapado en sudor, jadeando y balbuceando palabras sin sentido, con los ojitos llenos de lágrimas.
Rápidamente palpo la sábana buscando desesperado el cerco de la vergüenza y rezo para que mi chica no se de cuenta, pero afortunadamente mantengo aun el control sobre mis esfínteres.
Me levanto y a tientas llego hasta el baño, donde tras lavarme la cara con agua helada, observo mi rostro en el espejo y evoco los trágicos sucesos que acontecieron aquel funesto día de 1980.
Era un veinticuatro de Julio, fecha de mi onomástica, y nos habíamos reunido toda la familia en San Rafael, en el chalé de mi tío Fernando, donde fui el protagonista absoluto de una jornada que comenzo francamente bien, abriendo regalos y comiendo pasteles.
De entre todos los presentes, hubo uno que destacó como una albina en un concierto de Los Chichos:
Aquel triciclo rojo intenso.
El mundo se detuvo y allí estábamos los dos, uno frente a otro.
Yo me sentía como un vaquero a punto de enfrentarse a un potro salvaje, con el pecho henchido de ansia.
Desoyendo los consejos maternos, desprecié el casco y las rodilleras con gesto torero.
El jardín enmudeció, mi hermana pequeña, consciente del peligro que se cernía sobre mi como un buitre leonado, se agarró fuertemente, puerilmente añadiría yo(lo cierto es que tenía dos años) al brazo de mi padre.
El sillín ergonómico era efectivamente, ergonómico.
Sujeté el manillar con firmeza, con cariño y dulzura, pero al mismo tiempo con mano de hierro.
Era un Charlton Heston rubicundo y mínimo el que allí comenzó a pedalear con frenesí.
Aun puedo oir el clamor de las masas, que aplaudían mi galope desenfrenado a lomos de aquel ígneo corcel.
Aun siento el calor de aquella mañana en mi piel, el olor de los pinos y el cloro de la piscina.
Aun puedo saborear el gusto de aquellos pastelitos de chocolate y bizcocho de soletilla.
El viento azotaba mi rostro alborotándome el cabello y dándole a aquella primera galopada la dimensión épica necesaria para el momento feliz en que un niño monta su primer triciclo.
Una sensación similar sentí once años después, en casa de Antoñita Fulanez,la mágica noche en que aprovechando la ausencia de sus padres, nos entregamos desnfrenadamente al "trasca-trasca", pero eso, es otra historia.
Volvamos a aquel verano, en el que bajo la emocionada mirada de absolutamente toda mi familia (abuelos, padres, hermanos, tíos, primos...) y la envidiosa mirada de algunos niños del pueblo y de los chales vecinos, que habían sido invitados a mi fiesta, yo cabalgaba cual John Waye mi potro de rabia y miel.
De repente, todo mi universo se desmoronó en cuestión de segundos.
Al acercarme a gran velocidad al punto donde se unían el caminito de piedras de la piscina y el trazado arenoso que conducía a la bodega, una piedra traicionera que no vi (a tal velocidad, hubiese dado igual) hizo que mi montura se encabritase realizando un involuntario caballito.
Yo salí despedido yendo a aterrizar justo sobre mis pequeñas posaderas primero, y despellejandome la espalda desnuda después, cosa que hizo que las lágrimas asomaran rápidamente a mi rostro devolviendo a John Wayne y a Charlton Heston de nuevo a los fotogramas de sus películas y presentándome ante mi estupefacto público como lo que en realidad era, un niño que cumplía ese día, seis añitos.
Pero lo realmente trágico y es más, yo diría que horrible estaba aun por suceder.
El triciclo, desbocado salio volando por encima del muro que separaba el chalé de Fernando de la avenida principal de aquel pueblo Segoviano, que por ser un sábado y en aquella hora, se encontraba transitada a más no poder.
La roja saeta fue a impactar contra la luna de un camión cisterna, que circulaba con el tanque repleto de queroseno.
De nada sirvieron los desesperados intentos de aquel buen hombre por controlar tan gigantesca máquina.
Quiso el destino o el hado del infortunio, llamenlo ustedes como quieran,que en aquel preciso instante desembcara en aquella avenida la procesión que encabezada por el párroco, las fuerzas vivas y la banda municipal de música, paseaban desde hacia dos horas la imagen de Santiago, patrón de España.
La explosión cuentan que se escuchó en Segovia capital.
Una inmensa columna de humo, se erigió negra y espesa hasta alcanzar los doscientos metros de altura.
La imagen del apostol aterrizo en la piscina de mi tío Fernando , quien rápidamente se despojo de su niki y se lanzo intrépido a rescatarla (no habia hecho la digestión de los pasteles el pobre, y casi nos cuesta un disgusto).
El espectáculo era aterrador, los cadáveres se contaban por docenas. Cuerpos mutilados, madres buscando a gritos a sus hijos, el párroco corriendo de un lado a otro mientras las tripas se le salían a través de la casulla ritual, el cabo de la Benemérita lloraba mientras contemplaba aquella tragedia con la mirada enloquecida.
De entre todo aquel clamor sobresalió un desgarrador aullido - A comeeeeeeeeeeeeeeeeer-
Era mi madre, anunciando que la paella ya estaba lista, así que disimuladamente nos retiramos de la puerta del chalé desde donde estábamos contemplando tan terrible espectáculo y no fuimos a acomodar en la gran mesa del jardín.
Durante toda la tarde estuvimos escuchando el estruendo de sirenas, ambulancias, bomberos...
El recuento final arrojó doscientas cuarenta víctmas mortales y trescientos ocho heridos de diversa consideración.
Lo peor fue que mi triciclo se volatilizó entre las llamas de la explosión (una suerte, segun mi padre y mi tío Fernando, abogados ambos y hombres de mundo) y es lo que más me duele, porque aquella mañana ese triciclo fue mi mejor regalo, y sabia muy dentro de mi, que jamas volvería a tener un triciclo como aquel.
Es precisamente, la imagen de aquel triciclo retorciendose entre las llamas, crepitando y con la pintura roja fundiéndose con aquel calor infernal , la que me desvela en ocasiones, atormentando mi alma y llevándome a estados de violenta desesperación.
Y es que no se lo deseo a nadie, es muy duro perder un triciclo.