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domingo, 22 de octubre de 2023

Todo por la patria


Muchas cosas se han escrito sobre mi querida Rosa Aguado, o como pasó a la historia, Rosita de Valladolid.
Rosa y yo fuimos amigas desde pequeñas, ambas nacimos y nos criamos en la acera de San Francisco, muy cerquita de la plaza mayor de la ciudad. Cuando llegaron los gabachos Rosa tenía su vida más o menos formada, cuidando como podía de sus dos hijas. El padre de las niñas nunca llegó a casarse con Rosa, pero eso no fue impedimento para que Rosa, mujer hermosa y de una cuidada educación, pudiese codearse con lo mejor de la ciudad, frecuentando los bailes del casino, las cenas y las fiestas en las casas nobles. Rosa comenzó a jugar a un peligroso juego, pues era de conocimiento popular tanto su relación con Tomás Príncipe, el guerrillero vallisoletano al mando de los Húsares francos de Valladolid, como su amancebamiento con el general Kellermann, el francés verdugo, cruel y avaricioso, que nos tocó en suerte a los vallisoletanos.
Los franceses trajeron sus costumbres y sus placeres cotidianos al ocupar la ciudad y no tardó en abrirse en nuestra propia calle, una especie de tasca a la que llamaron “Café de los franceses”, pues en ese establecimiento tan solo se servía esa infusión del fruto de la planta del café, que se había puesto de moda en Francia como alternativa al típico té de los ingleses, y, en torno a una taza de ese excitante y nigérrimo brebaje, se organizaban tertulias y se soltaban las lenguas. Al parecer fue en el Café de los franceses, donde fue presentada al nuevo gobernador militar de Valladolid, Palencia, Zamora y Burgos, el general Kellermann.
Mi amiga Rosa no tardó mucho en seducir al gabacho, quien, lejos de las mujeres de su país, no dudó en confraternizar con una vallisoletana bien parecida, morena y de carnes prietas. Rosita de Valladolid supo utilizar sus armas de mujer para vencer en singular combate a Kellermann y sonsacarle tras cada noche de pasión, todo lo que podría ser de utilidad a los patriotas que servían a las órdenes de Príncipe.
Los seiscientos cuarenta jinetes que formaban la partida de Tomás Príncipe supieron hacer buen uso de las confidencias de Rosa. Cayeron muchos dragones franceses en las inmediaciones de Valladolid, hasta tal punto que las tropas invasoras se cuidaban bien de moverse por los pueblos que rodeaban a la ciudad, dado que las partidas de Simancas, la de Borbón y otras muchas, habían aprendido que la lujuria suelta la lengua de los franceses, con más eficacia que el tormento que se empleaba con los correos apresados por la guerrilla y en ocasiones todo dependía de la labor de información de Rosa.
Kellerman era un hombre despreciable, e incluso físicamente no era ni con mucho tan atractivo como otros de sus compatriotas que seducían a las españolas con sus elegantes uniformes, sus ojos azules a juego con las casacas y sus cabellos rubios. Era normal que nuestros hombres se echasen al monte con las armas. Aquella traidora invasión napoleónica venció primero a nuestro ejército y después la virtud de muchas mujeres españolas, pero con lo que no se contaba, era con el carácter del patriota español que viendo arriadas sus banderas y deshonradas sus mujeres, robadas sus cosechas y saqueadas sus iglesias, tiró de trabuco y albaceteña y enseño a los gabachos que igual que sacamos a patadas a los romanos, bárbaros y árabes; unos delicados francesitos no iban a ser gran problema. Ellos preparaban sus planes en un café y nuestros hombres se reunían a la sombra de los pinos piñoneros y compartían las botas de buenos vinos de los majuelos de la tierra, vinos que no tenían absolutamente nada que envidiar a los franceses.
Kellerman se ganó el apodo de, “el verdugo de Valladolid”, ordenando la ejecución de cuanto patriota caía en sus manos y como la serpiente que era, constituyó una junta criminal al frente de la cual puso a Vinuesa, un afrancesado que tan solo ponía su marca en las órdenes de ejecución para que Napoleón creyera que los ciudadanos de Valadolid estaban con el invasor y, acataban con satisfacción las nuevas directrices, castigando a los que se levantaban en armas contra la libertad, igualdad y fraternidad que habían venido a traernos al son de la marsellesa. Son este que marcaban los soldados a ritmo de bayoneta y disparos de fusil y tarareaban los pelotones de ejecución, palmeados por las manos de los que aplicaban el garrote vil en las gargantas de nuestros héroes.
Mi Rosa se la jugó constantemente y sé de buena tinta que, en más de una ocasión, fue sorprendida al encontrarse con los hombres de Kellerman, cuando iba a reunirse con un enlace del Empecinado. Ella misma había aprendido a utilizar la albaceteña de seis muelles que llevaba oculta en la liga y según me contó, no le quedó más remedio que desjarretar a un afrancesado que quiso delatarla a un sargento de dragones tras sorprenderla entregando a un patriota el santo y seña que se iba a repartir entre las tropas francesas que debían vigilar la ciudad esa misma noche.
El maldito y enclenque Kellermann fue destituido y enviado de vuelta a Francia, por ser demasiado evidente su rapiña a base de extorsiones y robos manifiestos y según se cuenta en los mentideros públicos, salvó la cabeza por los favores prestados a Napoleón en la batalla de Marengo, donde supo darle la vuelta a la tortilla y despojar a los austriacos de un triunfo que parecía ya seguro.
De las muchas mujeres que cayeron en brazos del invasor, bien por pura supervivencia o bien movidas por menos nobles intereses, mi amiga Rosa y la amante del Barón Dufresse, la también vallisoletana Nicolasa supieron rentabilizar sus ratos de cama con el enemigo para ayudar en la medida de lo posible a los bravos compatriotas que gritaron Merde al paso de la bandera tricolor.
Puede que por ser yo una mujer poco agraciada, no me quedase otra opción como patriota, que pasar armas de contrabando bajo mis enaguas y dar cobijo a los francotiradores que, desde las azoteas de los edificios principales, demostraban a los franceses lo útil que les había sido cazar perdices y codornices en los campos vallisoletanos. También fueron muchos los soldados del emperador que comprobaron en sus propias carnes la habilidad de los matarifes que desangraban los gorrinos para hacer morcillas en las fiestas de los pueblos. Valladolid sufrió mucho durante esos años de ocupación francesa, pero gracias a Dios, contamos con mujeres y hombres que supieron sacrificarse por su tierra y a los que ni nosotros ni la historia, olvidará nunca.
Rosa fue una pieza fundamental en la lucha contra el invasor y recuerdo que cuando al fin se libró de las babas de Kellerman, decidió unirse a la partida de Príncipe y sacar provecho de su experiencia como eficaz navajera para desjarretar algo más que afrancesados.

Poco a poco su nombre y su valor cobraron fama en la provincia y los gabachos terminaron poniendo precio a la cabeza de la que decidieron llamar la novia de la resistencia. El noviazgo de rosa con la lucha armada duró lo suficiente como para alumbrar a su primer hijo con Príncipe mientras las tropas francesas se retiraron de España.