No para de crecer dentro de mi. Se hace cada día más grande y pugna por salir al exterior y acomodarse en negro sobre blanco.
Comencé a gestarlo el mismo día que el gobierno confinó a toda la población en sus casas y al principio fue tan solo una forma de evasión, una necesaria abstracción de la realidad, un extenso territorio donde caminar respirando aire puro y exento de peligro. Pero respiré una bocanada de inspiración y el germen de la creación se expandió rápido por el interior de mis venas instalándose junto a los glóbulos blancos y compartiendo con ellos el oxígeno que me alimenta.
El protagonista, que no es más que un alter ego que necesita vivir en la ficción lo que sé que nunca viviré en la realidad, demandaba tiempo y espacio y me susurraba al oído una trama que cada minuto era más y más compleja. No se privó de nada. No quise privarlo de nada, y rápidamente envió invitaciones a la fiesta para que multitud de personajes secundarios, principales e imprescindibles, se sumaran al aquelarre de metáforas, de violentas situaciones, de curiosas coincidencias y de complejas soluciones que a cada segundo mutan y dan lugar a engendros incorpóreos que reclaman su lugar.
Esto ya lo había experimentado y de aquella posesión nació Temporada de setas. Recurrí a mi amiga la editora y escritora Eva Melgar para que me ayudase a exorcizar la criatura que se había adueñado de mi alma y tras un largo y complejo ritual conseguimos sacarla de mi y acomodarla en una cuidada publicación al amparo de Suseya ediciones. Ahora el espíritu de mi alter ego ha vuelto a transmutarse y a adueñarse de lo que no le corresponde y cada día se va haciendo más y más fuerte.
Levantaron el confinamiento y la población se echó a la calle, pero a mi me sujetaban desde dentro y permanecí atrapado en ese lugar donde la ciencia no rige, la realidad es secundaria y tan solo un arduo trabajo de documentación te permite conservar la lucidez.
A fecha de hoy el embrión continua en desarrollo y cada vez está más cerca de asomarse al mundo que intuye más allá de su crisálida.
Se alimenta a través de ese invisible cordón umbilical que lo ata a mi y noto como se revuelve incómodo e impaciente y como trata de obtener el visado que lo haga libre para viajar a otros cuerpos y alimentarse de ellos.
Intenta imponerme sus reglas y su ritmo y la pelea es continua si quiero mantener el control. Por eso a veces necesito ausentarme de él e ignorarlo tanto tiempo como pueda soportar. Pero siempre vuelvo y con cada palabra que escribo en el archivo placenta, lo apaciguo y reconforto. Recibe las correcciones como paternales gestos y caricias. Y sé que de alguna manera se siente querido.
Aunque suene contradictorio, cuanto más cerca está el final más cerca esta el comienzo, precedido por un prólogo que lo apadrinará.
Y volveré a presumir de retoños en esta familia que ya es numerosa y que nunca dejará de crecer. Al menos mientras tenga fuerzas en los dedos y la literatura siga condicionando mi existencia.
Mi libertad ha llorado conmigo al empeñarse en buscar el mayor y más asombroso de los tesoros en las aguas equivocadas e infestadas de escualos deseosos de devorar la poca dignidad que me quedaba.
Me junté con quien no debía y de tanto frecuentar las tabernas portuarias terminé por ser uno más de la caterva de borrachos y delincuentes tatuados que asaltaban a los turistas perdidos y los despojaban de carteras, relojes, cámaras de fotos y sonrisas
No supe interpretar el mapa que arrebaté de las manos muertas de aquel fiero y alcoholizado pirata que arrastró su pata de palo por mi casa rayando el parqué del salón y haciendo un ruidito de lo más denteroso. Tuve que matarlo cuando el loro de cien colores, que siempre lo acompañaba posado en su hombro, comenzó a faltarme al respeto llamándome grumetito advenedizo. Puede que muchos penséis que aquello no era motivo suficiente para rajarle el cuello de lado a lado al Capitán Tormenta, pero os aseguro que el tono de voz de aquel pajarraco era de lo más desagradable. Además tenía muchas ganas de quitarme del medio al Capitán desde que una noche al apurar su tercera botella de ron, me mostró un mapa donde con un rudimentario e infantil dibujo de un corazón, se señalaba el punto exacto donde se cruzaban la latitud y la longitud, y donde habría que buscar. El mismísimo Morgan, según me contó el viejo lobo de mar entre hipos y toses y demás estertores de la borrachera, lo trazó con sangre sobre un arrugado pergamino antes de morir. Según me dijo el Capitán entre nuevas arcadas y escupitajos derivados de la ingesta de litros de ron de caña, aquel era el único y verdadero mapa donde se reflejaba el lugar en el que Morgan había enterrado el cofre que contenía el "Ojo de jade", la misteriosa joya mágica robada en un templo sagrado de la India que hacía que su propietario encontrase la felicidad en el corazón de una mujer.
Seguramente si se lo hubiese pedido, el Capitán me lo hubiese regalado, o simplemente me habría invitado a buscar la fantástica y poderosa joya con él, pero para que nos vamos a engañar, por un lado ya estaba harto de sus resacas, de su loro y del olor de su único pie, y por otro, estaba convencido de que si la joya nos pertenecía a ambos, sería muy difícil que los dos encontrásemos la felicidad en el corazón de la misma mujer. No creo en los tríos, nunca llevan a nada bueno. Además me moría de ganas de estrenar el juego de cuchillos de cocina que me tocó en el sorteo del supermercado donde llevo comprando desde que me vine a vivir a Tortuga. Y todo sea dicho, son cojonudos. Están verdaderamente afilados. ¡Que pulcritud en el corte!
He decidido romper con el pasado, he vendido mis pertenencias y he comprado todo lo necesario para mi misión en un bazar chino del paseo marítimo. Ahora que tengo pala y cubo, barca hinchable, aletas, gafas, tubo y tizas de colores para marcar en el fondo del mar el punto de extracción que indica el mapa de Morgan, ya puedo ir en busca de lo único que hará que encuentre el amor verdadero.
Por fin encontraré la felicidad en el corazón de una mujer. Allá voy, tesoro hundido.
Mientras limpia los restos de sangre de sus manos, Marina piensa en que no puede excusar el trato recibido durante estos dos últimos años por el legado generacional que heredó su difunto esposo. Si bien es cierto que a sus 46 años, su esposo había crecido escuchando lindezas musicales como "pero no podía jugar porque tenía que planchar", "tendría que besarte, desnudarte, pegarte y luego violarte hasta que digas si", "los chicos no lloran tienen que pelear" o "eres mía, mía, mía, solo mía", eso no justificaba los golpes y los desprecios.
En cuanto a la publicidad de su época, entre aquella que buscaba a Jacks exhibiendo escote, el coñac que era cosa de hombres o absolutamente todos los anuncios de artículos de limpieza o productos de alimentación en el que parecía que únicamente una mujer podía asumir las tareas de la casa y la cocina, lo cierto es que sin darse cuenta adquirió una educación social en la diferencia entre sexos, nunca en la igualdad.
En el equipo de música del salón, ironías del destino, suena ahora "La mataré"de Loquillo, uno de los temas preferidos del finado. Se conoce que en el USB que su marido había puesto a reproducir en el estéreo mientras se servia una copa, este tema, como no podía ser de otra forma, ocupaba un lugar especial entre los favoritos que almacena.
Esta noche las cosas se habían vuelto a ir de madre. Carlos se había tomado un par de gintonics de más al volver del curro y a raíz de un absurda discusión sobre un chiste que se había vuelto viral en redes sociales, la escasa paciencia del hombre al que prometió querer en la salud y en la enfermedad y en las alegrías y en las tristezas hasta que la muerte los separase, volvió a colmarse y Carlos zanjó la discusión con un directo en la boca que hizo un corte en el labio superior de Marina. Que bien...pensó Marina mientras trataba de cortar la hemorragia, una nueva cicatriz, otra para la colección.
Si todo hubiera terminado ahí, Marina habría sumado este golpe a la larga colección de recuerdos para olvidar en cuanto desapareciera la marca, pero al parecer Carlos encontró algo terriblemente sexy en la forma en que su mujer se pasaba el algodón por la boca y armado de una poderosa erección, decidió hacer uso de sus derechos conyugales. En un ataque feroz de romanticismo, le arrancó la camisa hizo que se arrodillara frente a él ejerciendo una fuerte presión sobre sus hombros, y le dijo que lo mejor para la herida era meterse en la boca su "áloe vera".
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Marina fingió acceder a sus deseos y cuando el miembro de su marido penetró en su boca, decidió morderlo con todas sus ganas.
Carlos gritó de dolor y a fuerza de puñetazos y rodillazos pudo extraer su sanguinolento y dañado pene de la boca de su mujer. Marina estuvo a punto de perder el conocimiento por un fuerte puñetazo en la sien, pero se repuso y a cuatro patas alcanzó a entrar en la cocina, al final del pasillo. Allí se armó con un enorme cuchillo de trinchar y enajenada por el dolor, por la rabia y por la tristeza de vivir en una condena que ni ella ni ninguna mujer merecía, regresó al salón donde Carlos se encontraba agachado sujetándose el miembro entre las manos y alternando sollozos con lamentos, insultos y salvajes amenazas. No le dio opción.
Marina hundió la hoja primero en el pecho de Carlos y después en el abdomen, en el costado, en el hombro y en cuanto lugar pudo acceder antes de que Carlos se desplomase abatido.
Ella misma llamó a la policía y denunció lo sucedido. Las marcas y cicatrices que decoraban buena parte de su cuerpo le serían de mucha utilidad a la hora de demostrar los malos tratos continuados y cuando le preguntasen porqué no había denunciado nunca a su marido, únicamente diría que Carlos había amenazado con matarla si se le ocurría llamar al 016.
Ahora a esperar a que la justicia ratificará todo lo que el gobierno pretende hacernos creer sobre los derechos de las mujer.
En lo que llegaba la patrulla de la policía nacional destacada al domicilio, Marina se preparó un gintonic. Carlos tenía muy buen gusto con las ginebras de importación.
Hoy me he
dado cuenta de una gran realidad, me estoy muriendo.
Todos nos
estamos muriendo pero no os asustéis, no se avecina un
holocausto nuclear, un Armagedón o el tan temido apocalipsis.
Desde el
primer segundo de nuestras vidas nos comenzamos a morir y aunque suene algo
contradictorio o incluso paradójico, cuanto antes aceptemos esa realidad antes
podremos empezar a disfrutar realmente de nuestras vidas.
Llevo más de
cuarenta años muriéndome y aunque está siendo una dulce agonía, el final que me
aguarda es el mismo que os aguarda a todos vosotros: Un día cerraré los ojos y
jamás volveré a abrirlos.
Durante este
tiempo he asistido a la muerte de muchos seres queridos, he llorado, me he
enfadado con el universo y he maldecido a quien decidió llevárselos pero la
pálida señora tan solo hace su trabajo y por cierto, lo hace muy bien.
No sé en qué
condiciones estaba cuando se decidió a firmar un contrato abusivo que la obliga
a trabajar veinticuatro horas al día los siete días de la semana y los doce
meses del año, sin vacaciones ni festivos y con una disponibilidad total para
ejercer en cualquier parte del mundo.
Y nosotros
nos quejamos de nuestras condiciones laborales y presumimos de los logros
conseguidos en cuanto a los derechos de los trabajadores. La hemos abandonado y
no hay gobierno progresista,enlace sindical ni político alguno que abogue por la lucha de sus
derechos.
Cuando nace
un niño es normal escuchar a las personas que van a visitarlo al hospital donde
su madre decidió dar a luz lo bonito que es, lo mucho que se parece a su padre
o a su madre, lo bonitos que tiene los ojos o lo lleno de vida que está.
Pues si…está
lleno de vida pero cada parto es una vuelta a la clepsidra y en el momento en
el que la criatura sale al exterior comienza a vaciarse la arena de su reloj y
a caer en el lado donde se irá amontonando hasta que caiga el último grano y se
termine todo.
Los
familiares se empeñan en abrigar al recién nacido, alimentarlo y protegerlo de
cualquier peligro pero lo siento mucho, nacemos condenados y tan solo varia el
plazo para la ejecución de la condena.
Creo que en
estos tiempos que corren, la esperanza de vida humana ronda una media de
ochenta y tantos años, eso si no participan factores como conflictos bélicos,
pandemias, desastres naturales y demás estrategias de la pálida señora para
aligerar trabajo y cumplir cupos y plazos de entrega.
Es curioso
porque cuando alguien sobrevive “milagrosamente” a un accidente o una
enfermedad la típico es que alguien le diga al superviviente: “Aún no era tu
momento”. Claro que no lo era pero no nos entreguemos a conceptos absurdos como
la suerte o el destino, ya lo dijo Peter O¨toole en Laurence de Arabia: “Nada
está escrito”.
Seguramente
a la muerte no le cuadraba llevarse a esa persona en ese momento porque estaría
de trabajo hasta arriba y aunque tenga un poder prácticamente ilimitado, en ese
“prácticamente” van cosas como esta.
Hagámonos a
la idea, nos estamos muriendo.
Es muy
normal y muy humano el fantasear con cómo será todo el día que muramos.
Alguna vez
me he sorprendido pensando en quien acudirá a mi funeral, si tal persona o tal
otra llorará al verme en un ataúd y si acudirá mucha o poca gente a mi
entierro.
Soy
cristiano y mi muerte llevará aparejados ciertos ritos funerarios entre los que
habrá una misa funeral, un entierro del ataúd con mis restos o de la urna con
mis cenizas y esperemos que un responso amable en el que se cite alguna
particularidad reseñable de mi persona o de mi vida.
Me gustaría
que se me enterrase junto a los míos que ya se han ido marchando por delate,
supongo que a poner la sombrilla pues la otra vida debe de estar como Benidorm
en agosto.
Soy
cristiano más por egoísmo que por otra cosa, pues espero la vida en un mundo
futuro y si mi representante legal en el denominado “Juicio final” está
acertado en su alegato, igual me gano una plaza en el paraíso, aunque sea tan
solo de unos metros cuadrados, que no quiero ni imaginar cómo estará el metro
útil allí.
Puede que se
me asigne un abogado del turno de oficio y que por exceso de casos no pueda
preparar el mío correctamente y al final se me meta en una “grillera” celestial
que me lleve esposado directamente al infierno.
Cómo siempre
he sido muy cocinillas lo de pasarme el día con un tridente junto a las
calderas donde se ponen al “baño María” las amas de millones de pecadores, no
se me antoja tan horrible. Será como participar en un “reálity” del estilo “Top
Chef” o “Pánico en la cocina”.
En otras
religiones dependiendo de cómo mueras se te garantiza un paraíso con docenas de
vírgenes a tu disposición y cosas por el estilo pero si en este valle de
lágrimas ya he tenido un divorcio no me quiero ni imaginar lo que sería pasar
la eternidad con tantas mujeres a las que tratar de hacer felices, conociendo
mis limitaciones.
Espero que
no se me entierre con un sudario blanco, eso de cara a aparecerse por las
noches y dar sustitos está fenomenal pero estilizar, lo que se dice estilizar,
estiliza más bien poco y soy un poco esclavo de la moda y de la estética.
Si lo
recuerdo el día que escriba mis últimas voluntades dejaré bien claro que quiero
que se me entierre con unos pantalones pitillo y una camiseta negra ajustadita,
que aunque tiene cierto toque de pandillero americano, lo cierto es que
favorece bastante.
Que no me
pongan monedas en los ojos ni me los cierren. Creo que el monopolio de Caronte
pertenece a otra cultura y estaré exento de abonar las tasas de ese viaje.
Además y
para qué negarlo, lo único que me gusta de mis rasgos físicos son mis ojos, de
un azul intenso y sería una lástima que me los cerrasen pues aunque tenga la
mirada fija y vacía tan característica de los cadáveres, al menos no me
molestará la luz directa y no tendré que utilizar gafas de sol, así que podré
lucir ojazos ante aquellos que se acerquen a darme su último adiós.
¡¡¡Qué no es
un adiós, que es un hasta luego!!!
No sé cómo
ni donde pero fijo que volveremos a vernos.
Solo hay que
esperar tranquilamente, por eso estoy intentando decidir si quiero un ataúd
cómodo y con ventilación o si me decanto por una incineración completa que me
permita ocupar poco espacio durante la transición.
Luego no
habrá problema porque se supone que es nuestra alma la que tiene que acudir
ante el divino tribunal, no nuestro cuerpo decadente y de segunda mano.
Quiero donar
mis órganos a ver si eso me sirve de atenuante ante la justicia celestial y me
computa como arrepentimiento y buena conducta.
Yo por si
acaso en vida voy a tratar de hacerme un buen expediente por lo que me paso el
día ayudando a viejecitas a cruzar la calle y bajando gatítos de los árboles.
Todo suma.
Ante todo
amigas y amigos (esto de la paridad me está matando, valga la redundancia) no
es preocupéis que esto de la vida debe de ser realmente un valle de lágrimas o
dependiendo de vuestra suerte una especie de alojamiento en Marina Dor, ciudad
de vacaciones.
Tratad de
disfrutar a tope, pero con juicio (disfrutad con moderación, es vuestra
responsabilidad) de estos añitos aquí y cuanto antes asumáis que está “todo el
pescado vendido” de antemano, antes alcanzareis lo más parecido a la felicidad
o al menos la tranquilidad de saber que no os va a hacer falta gastaros un
dineral en clionizaros como Walt Disney.
Si Marujita,
Sara o Liza se hubiesen concienciado a tiempo de estas cosas se habrían
ahorrado una fortuna en retoques.
Nos vemos,
con un poco de suerte “a la derecha del padre”.
Sócrates apuró de un largo tragó el tinto que le había servido Natividad, la dueña de La parra y extendió sobre la mesa de la tasca el plano del fuselaje del Heinkel 111 que "retocarían" en el aeródromo Virgen del Camino. Sus compañeros de faena y de ideales, los obreros ferroviarios movilizados y reconvertidos en mecánicos de aviación, José y Rafael estudiaron con atención las piezas que habrían de manipular para que los tripulantes del aparato no se percatasen del sabotaje hasta que fuera demasiado tarde.
El bombardero de la Legión Condor había sembrado de muerte la cornisa del cantábrico y desde hacía unos días se estaba recreando con los pueblos de la montaña oriental leonesa, donde los maquis se habían hecho fuertes frente a las tropas sublevadas. Las unidades de regulares que Franco había enviado para acabar con los guerrilleros acusaban en exceso el frío invierno de la montaña y lo duro del terreno. La derrota de Peña Corada había dolido de verdad en el cuartel general de León y, el caudillo de España por la gracia de Dios, ordenó a la aviación que arrasara la zona para demostrar a los maquis que no toleraría revueltas ni insurrecciones de ningún tipo. Pero menudo son los montañeses. Ocultos en los bosques, compartiendo las noches con osos, lobos, jabalíes, corzos y rebecos, fumaban ocultando la lumbre del pitillo entre las manos y bromeaban entre ellos apostando quien cazaría más "moritos" cuando cesaran los bombardeos y los oficiales de las tropas de África ordenasen el avance de las tropas.
De vuelta en el aeródromo los saboteadores republicanos se aplicaron al trabajo de destornilladores y alicates y perfeccionaron la jugada de tal forma que al colocar la escalerilla para que el capitán Von Runier subiera a la cabina a comprobar los controles, todo estaba ya listo para que el avión alemán no regresara jamas a la base.
Antes de mediodía los seis tripulantes teutones ocuparon sus puestos en las carlingas y el avión conocido como "lobo con piel de oveja" que nació supuestamente como avión de transporte para burlar el Tratado de Versalles, inició el despegue para llevar a cabo otra misión de castigo en la zona de Cistierna.
La hábil manipulación de pistones y correas comenzó a dar su fruto cuando el bombardero sobrevoló Argobejo y aunque el capitán Von Runier, condecorado con la Cruz de Hierro por su pericia en combate , no cejó en su empeño de remontar el vuelo, el Heinkel 111 se estrelló en el desfiladero de Ocejo de la peña, estallando al explosionar su mortífera carga contra la tierra leonesa.
Los maquis de la zona aplaudieron entre vítores y se pasaron las botas de vino con festiva algarabía.
El operador de radio del aparato había tenido tiempo de transmitir un S.O.S a la base y de explicar la inusual avería, lo que llevó a la policía militar de la base a iniciar una rápida investigación y tras identificar a los hombres que se habían ocupado de la puesta a punto del aparato,detener a todos los mecánicos acusándolos de sabotaje.
Semanas después, apoyado contra la tapia del cuartel de infantería de León, con los ojos al descubierto tras haber rechazado que se los vendaran, Sócrates sonrió sabedor de que había salvado muchas vidas entre los montañeses y la fauna de la zona. Lo que no habían conseguido las incursiones musulmanas hace mil años, no lo habrían de conseguir los legionarios y regulares venidos también desde África para derrocar la república.
El teniente al mando del pelotón ordenó a sus hombres ejecutar la sentencia.