viernes, 2 de marzo de 2018

Absuelto de asesinato

No voy a mentir. Durante mucho tiempo creí ser un aseino y haber matado a la persona más maravillosa que he conocido nunca. A quien le debo tanto, tantísimo que el agente existencial que lleva el caso podría haberlo considerado como un lógico móvil para justificar el crimen.
Sé que muchos asesinos dicen lo mismo, que ellos no querían, que fue un accidente, que lo sienten ,que están muy arrepentidos...Pero esta vez era verdad, lo juro.
Mi supuesta víctima tenía un corazón tan grande que las arterias, agotadas de bombear tanta sangre se debilitaron y un exceso de presión provocado por  disgustos, sustos o emociones fuertes, podían acabar destrozándolas. Y precisamente creí que esa fue el arma del crimen. Pensé  que lo había matado de un disgusto y que murió de amor por mí y de emoción al creer perderme.
Él fue un incombustible y perfecto luchador al que no pudo derrotar nunca nadie en buena lid. Ni tan siquiera el exceso de trabajo, de cargas y de responsabilidades que siempre se echó a la espalda. Murió de forma tan discreta, tan correcta y tan comedida como vivió. Simplemente llegó su hora cuando una artería estalló al no ser capaz de contener el enorme caudal de emoción que le manaba constantemente del pecho.
Sin querer, aunque sin haber puesto los medios necesarios para evitarlo, pasé por un momento en el que clínicamente mi corazón y mi cerebro se apagaron y al hacerlo, él sufrió lo que yo tuve la suerte de no sufrir al estar dormido durante días. Cuando desperté, él estaba a mi lado y me recibió con una mirada tan profunda y tan llena de cariño que al verme reflejado en sus ojos, entendí que estaba herido de muerte y crei ser el culpable de la herida.
Durante las semanas que siguieron a mi terrible error, se esforzó en ayudarme a vencer las consecuencias de mis actos y a recuperar mi vida. Y perdió la suya.
No pude evitar culparme y cuando vi su cuerpo inerte, le dije a mi madre que porqué él y no yo y que quería cambiar su lugar. Mi madre, enfadada ante mi conducta, me dijo que mi padre había ofrecido cambiarse por mi durante aquellos días oscuros de los que nada recuerdo.
Hasta hace muy poco no he podido sacarme la terrible espina clavada en la conciencia y en el alma, pero alguien me dijo que dejase de culparme. Que su enfermedad llevaba años creciendo a costa de todos los sinsabores del día a día de un padre de familia numerosa y que para él, la mayor alegría fue volver a verme caminar, sonreír y darle un beso. Que yo nada tenía que ver con su muerte, que como padre, estaba más que acostumbrado a bregar con los miedos que produce el amor por cinco hijos y que simplemente la ingeniería de su cuerpo tenía una fecha de caducidad por desgaste de material. El uso, el increíblemente buen uso que hizo de su corazón y de su cerebro, le concedió unos años de carencia cuando recibió el primer aviso de fallo en el sistema.
Tengo la suerte de haberlo disfrutado durante casi cuarenta años de mi vida. Y de seguir disfrutando de su recuerdo, de su ejemplo y de su legado genético  en mis hermanos. Y  de mi madre,  la mujer a la que amó por encima de todo y en cuyos brazos murió, cosa que sé fue un regalo de Dios que mi padre agradecerá eternamente.
Hoy necesitaba contarte esto, papá, porque siempre me leías y sé que seguirás haciéndolo desde allí donde estés.
Y ahora que venga el imbécil de turno a decir que soy un ñoño porque escriba que te quise, te quiero y te querré el resto de mis vidas.
Fuerza y honor.

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