Hacia ya un buen puñado de semanas que no me enfundaba las calzas, el jubón y el gorrito con la pluma.
Se estaban apolillando en el fondo del armario, junto al arenero que le puse a los monstruos para que hicieran allí sus cositas y no me despertasen a medianoche con necesidades tan mundanas.
Últimamente cambié el modelito por otro a base de chaleco, camisa y corbata.
Por el modelo "demuéstranos lo que vales".
Pero en días como hoy, la corbata me oprime en exceso la traquea y los cuadros de la camisa pierden su color como los de aquél payaso en la lavadora.
Necesitaba volar un rato y sentir el frío de Valladolid en el rostro, mientras planeaba en un vuelo rasante sobre los tejados de mi ciudad.
Aún puedo volar.
Por muchas intentos que haga por abandonar el traje de Peter, siempre termino volviendo a él, como un borracho a su trago o una corista a las medias de rejilla.
Será que me gusta el verde.
La diferencia entre la realidad y la fantasía radica básicamente en que al espolvorear sobre mi cabeza el polvo de hadas, desaparecen los agobios, las penas y las barreras.
Los amigos dejan de morir y todos los perritos de este mundo tienen dueño.
Solo necesito de unas horas para desaparecer del gris y sumergirme en los colores.
Solo de un poco de estar tranquilo siendo yo.
Este es un otoño frío y al caer el sol, el humo de las chimeneas decora con sus estalagmitas de hollín el cielo cuajado de nubes.
Me gusta sortearlas con los brazos pegados al costado, girando sobre mi mismo una y otra vez, como quien esquiva los charcos en un pinar embarrado.
Volar siendo quien solo soy a veces, cuando me repudio a mi mismo.
Me poso en la espadaña de un campanario y observo desde arriba a los que caminan con prisa.
Que son casi todos.
Puedo ver a la castañera de la Plaza del Portugalete repartiendo calor envuelto en papel de periódico.
A los municipales dirigiendo el tráfico ateridos, golpeando las botas contra el asfalto para calentar los pies.
Al niño que llega tarde a clase de violín, con el instrumento a la espalda y el cuaderno de música en una mano, la otra agarrando la mano de su madre.
O de una amiga de su padre.
Las estudiantes de Derecho arregladas para ir a clase como quien se acicala para la visita de un amante.
Un anciano oteando a través de las vayas de las excavaciones de la Antigua, ahora decoradas de clamor popular.
Vuelo hasta la plaza mayor llena de vida, de comercio, de Riberas y de tapas de concurso.
Sin que nadie se de cuenta, me detengo a descansar unos segundos sobre las sienes plateadas del poeta Zorrilla.
"Cuan gritan esos malditos", repito para mi.
El Campo Grande, con sus pavos reales, sus estanques y sus paseantes tristes y solitarios.
La Academia de Caballería, el homenaje al regimiento de Cazadores de Alcántara, terriblemente ignorado mientras carga al paso entre autobuses, coches y viandantes presurosos.
Vuelo sobre la plaza de toros, escenario de tantos crímenes sin resolver.
El Pisuerga, caudaloso y oscuro.
Entro por la ventana tratando de no sobresaltar al gato que duerme ajeno a todo y me descubro sentado al teclado, con el pitillo en la boca y un café abandonado y ya tibio sobre la mesita del salón.
Paso de puntillas por detrás de mi y vuelvo a guardar el traje en el armario.
Que bien me ha sentado el paseo.
Como añoraba volar.
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