El tren practicamente vuela, va tan rápido que no me queda más remedio que renunciar al placer de mirar a través de la ventana.
Pruebo con un libro, pero no es fácil concentrarse en la lectura.
A veces quisiera no poder pensar en ti.
Conecto los auriculares al teléfono y selecciono una canción de la lista del reproductor.
Dieciséis gigas de memoria y olvidé incluir alguna que simplemente me permita olvidarme de todo.
Parece como si cada uno de los cantantes alojados en el móvil se empeñara en recordarme lo jodido que es sentirse así.
Una hora de trayecto y me sobran cincuenta y nueve minutos y medio que lleno con imágenes repletas de besos frescos y ojos entornados, de sonrisas y de cañitas al sol de invierno.
Trato de concentrarme en la muchacha que viaja sentada a mi lado.
Es muy bonita, el hacedor de destinos o el azar o quien coño sea que maneja los hilos ha tenido la deferencia de emparejar mi regreso con un bellezón de apenas veinte años, melena abundante y labios gruesos.
Me pregunto quien acudirá a buscarla cuando lleguemos a la estación.
Supongo que un muchachote recién salido del gimnasio, cabalgando una motocicleta japonesa de gran cilindrada y colores llamativos.
Adoro mi Vespa,tan chiquitita, tan cansada, tan lenta. Solo admite a mujeres especiales.
De repente la joven vuelve la cabeza y me sorprende observándola.
Para mi sorpresa me sostiene la mirada y por un segundo me hace gracia pensar en que quizás ella también se haga la misma pregunta que yo.
Lee en mis ojos y comprende en el acto que nadie acudirá al andén, que nadie escudriñará a través de los cristales para adivinar de que vagón me he de bajar.
Me sonríe, la sonrío y vuelve a enfrascarse en la lectura de una revista de tendencias, de esas que cuestan una obscenidad y son todo papel satinado y fotos de petardos y petardas jugando a ser ángeles caídos.
Que fácil es fotografiar los egos desmesurados.
El indicador de velocidad de la pantalla marca doscientos treinta y siete kilómetros por hora.
Es una buena marca, seguro que si descarrilásemos ahora mismo, el trozo más grande que encontrarían de mi, tendría el tamaño de un grano de maíz.
Un grano no hace granero, pero ayuda al compañero.
Dos pasajeros se han quedado dormidos, vencidos por la noche de Madrid.
Una señora ataviada con un abrigo de animales muertos conversa a voces con algo que parece ser un marido.
Quiero llegar a la seguridad de mi casa, descansar, tratar de estar tranquilo y renunciar a la tentación de marcar tu teléfono.
En Chamartín he hablado con todas las mujeres que me importan menos contigo, aunque ninguna pudo calmar este anhelo tan estúpido.
El maquinista comienza a aminorar, estamos llegando.
Una amable señorita nos aconseja comprobar nuestras pertenencias y no olvidar nada a bordo.
No consigo olvidar.
Ni perdono ni olvido, es así, que se le va a hacer.
Fue una mojada muy linda la que me disteis, casi conseguisteis desjarretarme, pero han sido tantas las cuchilladas que me he llevado hasta la fecha, que mi cuerpo se ha hecho a la sangre y a las cicatrices y ya apenas duele.
Que coño, no es más que otra marca, otro recordatorio de como funciona el amor.
Me llevo un pitillo a la boca mientras desciendo del tren y en lo que palpo los bolsillos buscando el mechero tengo tiempo suficiente para ponerme una medalla: en efecto es un muchachote fornido, con un casco negro al codo, cazadora ajustada y patillas de bandolero.
Por supuesto, nadie vino a recibirme.
Mi pequeña italiana de asiento partido de cuero está justo donde la dejé ayer.
Me mira desde su faro redondo reprochándome haberla abandonado a la intemperie, en pleno invierno vallisoletano.
Ya está "bella", nos vamos a casa.
Dejo la mochila sobre la cama y enciendo el ordenador.
Cuando llegué a la estación, no había más que extraños y te eché de menos.
Ninguna eras tu.
Ni tan siquiera se te parecían.
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