La canción más bonita la cantaba un tipo muy alto vestido de negro.
Cuando mi corazón reconoció el primer acorde decidió que era el momento de pegarse una ducha, de vomitar el vino o de hacer cualquier cosa en cualquier otro sitio.
La luz de la sala se volvió tan espesa, tan densa, que los contornos de todo dejaron de existir y solo estábamos la música, las penas, tu y yo.
La canción más bonita la he bailado contigo, que tuviste la delicadeza de derrumbarte en el acto, para que no se escuchara el ruido que produjo mi alma al reventar en pedazos.
Apoyaste la cabeza en mi pecho ¿o fue al revés? y muy despacito empujaste mis pies con los tuyos, y entonces sucedió el milagro.
La canción más bonita volvió a ser la canción más bonita, cuando todo estaba perdido, cuando los buitres se jugaban los despojos al mus, cuando desde el punto más lejano acudió un escuadrón de recuerdos, cuando el suelo se volvió etéreo bajo nosotros.
Cuatro minutos de negras y corcheas, doscientos cuarenta segundos latiendo entre los dos.
Y en ese momento comenzaste a llorar y yo, que creía tener la exclusiva del llanto me encontré consolándote, porque he sido tan estúpido de acariciar mi dolor sin pensar en el tuyo, que también es inmenso.
Lo sentí tanto, tanto. Lo sentí tan profundo que entendí tu tristeza como parte del antídoto y la dejé fluir.
Y fluyó arrastrando a su paso cada resto de lodo.
La canción más bonita la he bailado contigo, y bailando descubrí lo difícil que es apartarte el cabello del rostro y evitar que se empape.
Lloramos los dos, mientras el tipo alto vestido de negro entonaba la última estrofa.
Tu llorabas por lo que hemos perdido, yo lloraba al descubrir que has sido capaz de curarme de todo.
Entonces se terminó la canción más bonita del mundo.
Aplaudimos, nos secamos las lágrimas y sonreímos por fin.
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