lunes, 30 de marzo de 2015

Muy oportuno, cambio y corto.

Pues con este texto creo que cerraré esta mini serie de textos escritos con un fin en particular, más allá del mero placer de escribir, aunque tengo en el archivo otros textos escritos para cosas similares.
De ahí no se me escaparán.
Digo que muy oportuno porque en él hago referencia a algo tan de mi tierra como su Semana Santa.
Espero que os guste.




Apenas he tenido tiempo para dejar la maleta en la que fue mi habitación durante muchos años, en casa de mis padres.
Llego algo tocado del vuelo, no se si es Jet Lag o que me han sentado mal los cuatro gintonics que me he apretado para tratar de adormecer al bichito que se nutre de mi miedo a volar.
Doce horas de vuelo son muchas horas, las necesarias para cubrir la distancia que separa la necesidad del deseo.
Deseo de volver con los míos, a mi tierra, de abrazar a mis padres, de respirar el humo que emana de los hachones de los cofrades que caminan descalzos por la calle Angustias, acompañando a la virgen al compás de tambores y cornetas.
Necesidad, la que me llevó a buscarme el cocido en una aséptica fábrica de una aséptica ciudad, de un aséptico país que nada tiene que ver con el mío.
Ha sido muy duro, pero todo cambia al levantar la vista y encontrarme con la impresionante fachada de Santa Maria de la Antigua.
Apenas una semana para empaparme de mi esencia y recargar baterías.
Para escuchar la lengua de Delibes en boca de mis paisanos y deleitarme con lo sencillo de las palabras.
Apenas una semana para pasear por la plaza mayor, por la calle Santiago, por el Campo Grande, reconociendo rostros familiares, de aquí, de toda la vida, de la vida que he tenido que dejar atrás, aunque un arsenal de recuerdos de esa vida se vinieron conmigo en el equipaje de mano, sin facturar, sin declarar ante el agente de aduanas.
La catedral, iluminada, siguiendo la corriente de un río de luz que me arrastra por las calles del centro.
A través de los cristales puedo ver a mis amigos.
Ya están todos dentro de la Malauva, esperándome, charlando con una copa de vino en la mano.
Me demoro aún un par de minutos antes de entrar, disfrutando de lo agradable que es ver lo que me aguarda dentro del local.
Hace casi dos años que dejé Valladolid, parece que fue ayer, aunque en Canadá, cada día acostumbra a  tener treinta o cuarenta horas.
Aquí el tiempo corre veloz.
No quiero perder un ni segundo más.
Los abrazos son un bálsamo perfecto para un corazón cansado.
Alguien me acerca una copa de Hito, joder… como he echado de menos chatear con los amigos.
El primer trago de Ribera del Duero me confirma lo único que ahora importa: ya estoy en casa.

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