Estaba aquí, sentado al ordenador, bebiéndome una copa con el gato en el regazo y la televisión encendida, sin prestar demasiada atención a ninguna de las cuatro cosas cuando de repente un anuncio de una entidad bancaria me llamó la atención.
Generalmente me suelen provocar arcadas, porque todos son tus amigos y quieren lo mejor para ti y te ofrecen el oro y el moro hasta que las circunstancias se complican y la suerte te abandona.
Es ahí, cuando dejas de pagar una o dos, o tres mensualidades de la hipoteca y te sacan de tu casa a patadas, cuando ves el tipo de amigos que te has echado.
Aunque de ese tipo de amistades ya hablaremos otro día, porque de amigos perros, sanguijuelas y traidores tengo mucho que contar.
El caso es que estos "amiguitos" vestidos de naranja, hablaban de depositar la palabra "comisiones" en el cesto de las palabras inútiles.
Y me pareció un buen título para un texto.
Supongo que ese cesto del que hablan en el anuncio será de mimbre, como todos los cestos que me vienen a la cabeza, pero enorme, gigantesco.
Hay demasiadas palabras inútiles, o mejor, han convertido en inútiles muchas palabras que siempre tuvieron un significado útil.
Imagino que cada uno tendremos nuestro cesto, porque lo que para unos no tiene utilidad alguna, para otros si, pero en su vasta arrogancia, desde esta entidad se atreven a condenar a la inutilidad un sin fin de palabras que ni tan siquiera comprenden.
Han buscado en un diccionario palabras cuyo significado desconocen, pero que suenan altamente incomprensibles e inútiles en vez de arriesgarse a realizar un ejercicio de sinceridad y arrojar a ese cesto público y en letras de colores, palabras cuyo significado si conocen, pero les siguen resultando de igual modo incompresibles e inútiles.
Palabras como solidaridad, humanidad, clemencia, honradez,comprensión...
Hoy son incapaces de pronunciarlas.
Solo componen sus versos con números y balances.
Y son números y balances para ellos las lágrimas que brotan de los ojos del que tiene que abandonar su hogar y lanzarse a la vida, arrojando a su vez a ese gran cesto, otras palabras como alegría, ilusión, esperanza...
Y de esta manera el cesto se va llenando poquito a poco y la tapadera ya casi no cierra, para hacerlo tienen que poner sus culos cebados con la desgracia de muchos encima.
Y si aún no cierra con ese peso odioso y odiado, se le coloca además, el peso de los cerca de cuarenta mil millones de euros que durante treinta años pagaran céntimo a céntimo los honrados trabajadores de este país
Para que cierre su puto cesto de las palabras inútiles.
Hay que ver...que grandes publicistas y que osados son estos "amigos" que nos hemos echado.
viernes, 30 de noviembre de 2012
lunes, 26 de noviembre de 2012
Resumen
Que siendo muy pequeño pusieron un libro en mis manos y desde entonces sigo pasando páginas con la misma curiosidad, aunque con menor esperanza.
Que los otoños aún siguen precediendo a los inviernos, como antaño, pero ahora me doy cuenta de que las hojas caídas no volverán a decorar las ramas desnudas.
Y que hace más frío cuando te sorprendes a ti mismo comentando la película de La2 con el gato.
Hubo sotanas y estampitas de santos negros y vírgenes llorosas, golpes con la regla y canciones en el coro de la iglesia. Compañeros de pupitre con apellidos compuestos y sueños prefabricados y excursiones en Polaroid.
No demasiado pronto pero si demasiado tarde descubrí los entresijos de la condición humana y me salieron tan solo cuatro o cinco granitos, a la sombra del futuro bigote que comenzó enseguida a apuntar su peculiar paleta de colores.
Poquito después, llegaron las chicas.
Todo se volvió mucho más interesante, excitante, desafiante, decepcionante, de nuevo interesante, excitante, desafiante, decepcionante y, así una y otra vez. Y así sigue siendo hoy en día.
Las cervezas, los ratitos de tasca, las peleas con los chicos de otros colegios o entre nosotros mismos, para terminar después todos abrazados en una fiesta de hormonas.
El olor de la perrita que me acompaño desde niño, aunque con los años volviera a nacer una y otra vez con las mismas orejotas, el mismo pelo rojizo y diferentes nombres.
El primer dolor al descubrirme traicionándome a mi mismo, que fue lo bastante hondo como para no querer volver a hacerlo.
El dolor más intenso al traicionar a un amigo.
La promesa de no traicionar a nadie más ni volver a traicionarme.
Recuerdo por encima de todo la felicidad que producía la ausencia de responsabilidades y el absurdo deseo de querer comenzar a asumirlas.
Derecho, magisterio, el servicio militar donde aprendí a dormir con un ojo abierto.
Abandonar mi tierra y deambular durante años por otras plagadas de distintos acentos, nuevas amistades y nuevas experiencias.
Volver con los míos.
Durante treinta y tantos años me he reído mucho, muchísimo y espero seguir haciéndolo, pase lo que pase y caiga quien caiga, cueste lo que cueste.
Nunca he renunciado a la risa, ni al placer de la buena compañía.
Escogí lo que no debía unas cuantas veces, lo reconozco, pero de los errores se aprende más que de los cuadernos sin borrones.
De alguna manera incluso equivocarse puede llegar a convertirse en algo sustancialmente atractivo. Será por eso que no me canso de hacerlo.
Hoy llevo a cuestas alguna pena, muchas alegrías y la certeza de saberme vivo.
Y de que aún me quedan muchos párrafos por hilvanar.
También mucho por aprender.
Y muchas conversaciones con mi gato.
martes, 20 de noviembre de 2012
Vuelo rasante.
Hacia ya un buen puñado de semanas que no me enfundaba las calzas, el jubón y el gorrito con la pluma.
Se estaban apolillando en el fondo del armario, junto al arenero que le puse a los monstruos para que hicieran allí sus cositas y no me despertasen a medianoche con necesidades tan mundanas.
Últimamente cambié el modelito por otro a base de chaleco, camisa y corbata.
Por el modelo "demuéstranos lo que vales".
Pero en días como hoy, la corbata me oprime en exceso la traquea y los cuadros de la camisa pierden su color como los de aquél payaso en la lavadora.
Necesitaba volar un rato y sentir el frío de Valladolid en el rostro, mientras planeaba en un vuelo rasante sobre los tejados de mi ciudad.
Aún puedo volar.
Por muchas intentos que haga por abandonar el traje de Peter, siempre termino volviendo a él, como un borracho a su trago o una corista a las medias de rejilla.
Será que me gusta el verde.
La diferencia entre la realidad y la fantasía radica básicamente en que al espolvorear sobre mi cabeza el polvo de hadas, desaparecen los agobios, las penas y las barreras.
Los amigos dejan de morir y todos los perritos de este mundo tienen dueño.
Solo necesito de unas horas para desaparecer del gris y sumergirme en los colores.
Solo de un poco de estar tranquilo siendo yo.
Este es un otoño frío y al caer el sol, el humo de las chimeneas decora con sus estalagmitas de hollín el cielo cuajado de nubes.
Me gusta sortearlas con los brazos pegados al costado, girando sobre mi mismo una y otra vez, como quien esquiva los charcos en un pinar embarrado.
Volar siendo quien solo soy a veces, cuando me repudio a mi mismo.
Me poso en la espadaña de un campanario y observo desde arriba a los que caminan con prisa.
Que son casi todos.
Puedo ver a la castañera de la Plaza del Portugalete repartiendo calor envuelto en papel de periódico.
A los municipales dirigiendo el tráfico ateridos, golpeando las botas contra el asfalto para calentar los pies.
Al niño que llega tarde a clase de violín, con el instrumento a la espalda y el cuaderno de música en una mano, la otra agarrando la mano de su madre.
O de una amiga de su padre.
Las estudiantes de Derecho arregladas para ir a clase como quien se acicala para la visita de un amante.
Un anciano oteando a través de las vayas de las excavaciones de la Antigua, ahora decoradas de clamor popular.
Vuelo hasta la plaza mayor llena de vida, de comercio, de Riberas y de tapas de concurso.
Sin que nadie se de cuenta, me detengo a descansar unos segundos sobre las sienes plateadas del poeta Zorrilla.
"Cuan gritan esos malditos", repito para mi.
El Campo Grande, con sus pavos reales, sus estanques y sus paseantes tristes y solitarios.
La Academia de Caballería, el homenaje al regimiento de Cazadores de Alcántara, terriblemente ignorado mientras carga al paso entre autobuses, coches y viandantes presurosos.
Vuelo sobre la plaza de toros, escenario de tantos crímenes sin resolver.
El Pisuerga, caudaloso y oscuro.
Entro por la ventana tratando de no sobresaltar al gato que duerme ajeno a todo y me descubro sentado al teclado, con el pitillo en la boca y un café abandonado y ya tibio sobre la mesita del salón.
Paso de puntillas por detrás de mi y vuelvo a guardar el traje en el armario.
Que bien me ha sentado el paseo.
Como añoraba volar.
Se estaban apolillando en el fondo del armario, junto al arenero que le puse a los monstruos para que hicieran allí sus cositas y no me despertasen a medianoche con necesidades tan mundanas.
Últimamente cambié el modelito por otro a base de chaleco, camisa y corbata.
Por el modelo "demuéstranos lo que vales".
Pero en días como hoy, la corbata me oprime en exceso la traquea y los cuadros de la camisa pierden su color como los de aquél payaso en la lavadora.
Necesitaba volar un rato y sentir el frío de Valladolid en el rostro, mientras planeaba en un vuelo rasante sobre los tejados de mi ciudad.
Aún puedo volar.
Por muchas intentos que haga por abandonar el traje de Peter, siempre termino volviendo a él, como un borracho a su trago o una corista a las medias de rejilla.
Será que me gusta el verde.
La diferencia entre la realidad y la fantasía radica básicamente en que al espolvorear sobre mi cabeza el polvo de hadas, desaparecen los agobios, las penas y las barreras.
Los amigos dejan de morir y todos los perritos de este mundo tienen dueño.
Solo necesito de unas horas para desaparecer del gris y sumergirme en los colores.
Solo de un poco de estar tranquilo siendo yo.
Este es un otoño frío y al caer el sol, el humo de las chimeneas decora con sus estalagmitas de hollín el cielo cuajado de nubes.
Me gusta sortearlas con los brazos pegados al costado, girando sobre mi mismo una y otra vez, como quien esquiva los charcos en un pinar embarrado.
Volar siendo quien solo soy a veces, cuando me repudio a mi mismo.
Me poso en la espadaña de un campanario y observo desde arriba a los que caminan con prisa.
Que son casi todos.
Puedo ver a la castañera de la Plaza del Portugalete repartiendo calor envuelto en papel de periódico.
A los municipales dirigiendo el tráfico ateridos, golpeando las botas contra el asfalto para calentar los pies.
Al niño que llega tarde a clase de violín, con el instrumento a la espalda y el cuaderno de música en una mano, la otra agarrando la mano de su madre.
O de una amiga de su padre.
Las estudiantes de Derecho arregladas para ir a clase como quien se acicala para la visita de un amante.
Un anciano oteando a través de las vayas de las excavaciones de la Antigua, ahora decoradas de clamor popular.
Vuelo hasta la plaza mayor llena de vida, de comercio, de Riberas y de tapas de concurso.
Sin que nadie se de cuenta, me detengo a descansar unos segundos sobre las sienes plateadas del poeta Zorrilla.
"Cuan gritan esos malditos", repito para mi.
El Campo Grande, con sus pavos reales, sus estanques y sus paseantes tristes y solitarios.
La Academia de Caballería, el homenaje al regimiento de Cazadores de Alcántara, terriblemente ignorado mientras carga al paso entre autobuses, coches y viandantes presurosos.
Vuelo sobre la plaza de toros, escenario de tantos crímenes sin resolver.
El Pisuerga, caudaloso y oscuro.
Entro por la ventana tratando de no sobresaltar al gato que duerme ajeno a todo y me descubro sentado al teclado, con el pitillo en la boca y un café abandonado y ya tibio sobre la mesita del salón.
Paso de puntillas por detrás de mi y vuelvo a guardar el traje en el armario.
Que bien me ha sentado el paseo.
Como añoraba volar.
domingo, 4 de noviembre de 2012
Retales
Se me ocurrió vestirme con los retales de un vestido blanco que siempre me vino estrecho.
Y largo, tan largo que tropecé con el bajo y me caí de bruces en el peor de los charcos, el de agua más turbia y restos de vómitos.
Soy el padrino de la mayor de mis desgracias y sostengo la cabeza del retoño sobre la pila bautismal, sin saber que coño contestar a la perorata del cura.
El caso es que renuncio a Satanás y a sus pompas.
Tengo un pompero propio con el que crear unas enormes que lleguen hasta el cielo antes de estallar en cientos de miles de pedacitos jabonosos.
Dentro de todas ellas viajan las palabras que no encontré el día que cerraste la puerta y al reventar en el aire, llueven sobre mi mojándome el cabello y los hombros. Y el vestido blanco, estrecho y largo.
Lo acabo de poner a secar y me he dado cuenta de que ya no es bonito, es tan solo un hilvanado de retales que se sostiene armado con parches.
Me enciendo un cigarrillo.
Las réplicas de todos los terremotos que me han sacudido el alma y el tabaco rubio terminaran matándome.
Pero me importa una mierda.
Me siento a fumar en la barandilla del balcón, junto a mi gato, él mastica regaliz y me observa mientas silbo a todas las chavalas que pasan por la calle...y a los chavales, que cojones, aunque solo sea para conseguir que me llamen maricón.
Y reparen en mi.
Solo llevo puestas las calzas, ni el jubón ni el gorrito con la pluma.
El torso desnudo y los pezones avisándome del tamaño de la pulmonía que me aguarda.
Las cicatrices, de un tono más rosado que el resto de mi piel, me sirven para recordar que antes de abrir la boca para decir "te quiero" hay que tenerlo claro y contar hasta siete millones muy despacito.
Se ha hecho de noche.
Cada día que muere me acerca más y más a lo que se que me espera.
Lo que me espera.
¿Y lo que yo espero de la vida?
Supongo que necesito que me quieran.
Y eso es un problema serio, porque no están las cosas para esperar amor.
Creo que la mayoría de las personas han asumido que el amor no es del todo necesario, dadas las circunstancias que nos rodean ahora.
Con amor no extiendes cheques ni pagas facturas, ni compras birras en el Mercadona.
El amor parece un bien prescindible.
Pero yo no puedo prescindir de ello.
Así que consumo el cigarrillo y vuelvo a entrar en casa, me sirvo un whisky con hielo y me siento ante el teclado, para decirte que sigo aquí, que estoy aquí, y tras contar muy despacito hasta siete millones, para decirte que te quiero.
Y largo, tan largo que tropecé con el bajo y me caí de bruces en el peor de los charcos, el de agua más turbia y restos de vómitos.
Soy el padrino de la mayor de mis desgracias y sostengo la cabeza del retoño sobre la pila bautismal, sin saber que coño contestar a la perorata del cura.
El caso es que renuncio a Satanás y a sus pompas.
Tengo un pompero propio con el que crear unas enormes que lleguen hasta el cielo antes de estallar en cientos de miles de pedacitos jabonosos.
Dentro de todas ellas viajan las palabras que no encontré el día que cerraste la puerta y al reventar en el aire, llueven sobre mi mojándome el cabello y los hombros. Y el vestido blanco, estrecho y largo.
Lo acabo de poner a secar y me he dado cuenta de que ya no es bonito, es tan solo un hilvanado de retales que se sostiene armado con parches.
Me enciendo un cigarrillo.
Las réplicas de todos los terremotos que me han sacudido el alma y el tabaco rubio terminaran matándome.
Pero me importa una mierda.
Me siento a fumar en la barandilla del balcón, junto a mi gato, él mastica regaliz y me observa mientas silbo a todas las chavalas que pasan por la calle...y a los chavales, que cojones, aunque solo sea para conseguir que me llamen maricón.
Y reparen en mi.
Solo llevo puestas las calzas, ni el jubón ni el gorrito con la pluma.
El torso desnudo y los pezones avisándome del tamaño de la pulmonía que me aguarda.
Las cicatrices, de un tono más rosado que el resto de mi piel, me sirven para recordar que antes de abrir la boca para decir "te quiero" hay que tenerlo claro y contar hasta siete millones muy despacito.
Se ha hecho de noche.
Cada día que muere me acerca más y más a lo que se que me espera.
Lo que me espera.
¿Y lo que yo espero de la vida?
Supongo que necesito que me quieran.
Y eso es un problema serio, porque no están las cosas para esperar amor.
Creo que la mayoría de las personas han asumido que el amor no es del todo necesario, dadas las circunstancias que nos rodean ahora.
Con amor no extiendes cheques ni pagas facturas, ni compras birras en el Mercadona.
El amor parece un bien prescindible.
Pero yo no puedo prescindir de ello.
Así que consumo el cigarrillo y vuelvo a entrar en casa, me sirvo un whisky con hielo y me siento ante el teclado, para decirte que sigo aquí, que estoy aquí, y tras contar muy despacito hasta siete millones, para decirte que te quiero.
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