Se construyó un refugio en lo más alto de las montañas, muy cerquita de las nubes, con la absurda idea de que allí estaría siempre a salvo de todo.
A salvo de un mundo podrido, de los amigos traidores, de las mentiras y de la pena.
Se construyó un refugio donde poder inventarse una vida mejor y cada mañana se levantaba siendo el Dios de su propio y vacío universo, el amo de su destino, el guardián de lo que no habían podido arrebatarle.
Pintó de blanco la cerca, para que se confundiera con la nieve y prefirió reventar a pedradas el neón que señalaba su presencia entre los vivos.
Labró la tierra vecina para plantar una hermosa historia de amor, pero el clima pudo con todo y no llegó a florecer.
Y plantó otra y otra y después otra.
Pero todas se morían de frío.
Entonces un buen día dejó de hacerlo y decidió no cortar sus cabellos, ni volver a sonreír.
Los meses fueron pasando y luego los años. Entonces comenzó a soñar con ella.
Era tan bonita y tan dulce, tan llena de vida que solo podía ser un sueño y la prefirió así, porqué de esa manera nunca podría hacerle daño.
Cada mañana despertaba suplicando que volviera la noche para dormir junto a ella.
Cada noche se entregaba al sueño enfermizo de contemplarse en los ojos de su propia ilusión, pero eran tan hermosos, tan claros, tan felinos, tan repletos de planetas y galaxias, que no había un lugar mejor donde perder la razón.
Y realmente la perdió.
Se volvió completamente loco y su refugio de montaña albergó otro refugio mejor, más profundo y más cálido.
Un lugar donde podía observarla dormir junto a la chimenea, con una manta diminuta que apenas si alcanzaba para cubrirla los pies.
En su locura se sentaba junto a ella y le hablaba de un futuro imposible, en el que ambos serían felices, los amantes más felices.
Se abandonó por completo y poco a poco fue rechazando su insulsa humanidad para ir convirtiéndose en un fragmento de su imaginario paraíso.
No soportaba los momentos de lucidez y cuando estos le sobrevenian, la emprendía a cabezazos contra las paredes hasta que la sangre resbalaba espesa y cálida por su rostro, hasta que perdía el conocimiento.
Entonces y solo entonces, volvía a sumirse en su anhelado letargo donde ellá lo aguardaba para serle siempre fiel y susurrarle al oído lo que toda la vida había querido oír.
Lo encontraron unos excursionistas, apenas unos harapos cubrían su cuerpo congelado.
Nada en él recordaba al hombre que un día fue.Muerto se asemejaba demasiado a una persona feliz.
Allí, en su refugio de montaña.
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