Relato en el que he tratado de rendir homenaje a esas personas que más allá de su lugar de nacimiento, raza, condición social, ideologías y creencias, se rigen por unos valores que a mi entender son lo que deberían regir el mundo, Sé que soy excesivamente idealista y utópico,, por no decir ingenuo e incluso algo iluso, pero bueno...me gusta pensar que personas como el Jonás de mi texto abundan en el mundo.
El agua cae con la presión y la temperatura adecuada sobre
el bueno de Jonás, que se enjabona y se frota con tanto empeño que, sin
pretenderlo, se levanta las postillas de las manos y los antebrazos. Estas
costras se las levantó primero, al arrancar sin cuidado ni método las uvas de
las primeras vides de las muchas hectáreas de viñedo que abastecen la
producción de una conocida bodega de la Ribera del Duero, antes de aceptar los
guantes y las tijeras que le ofreció el capataz que se hizo cargo de su
cuadrilla durante la vendimia en aquellas tierras de Valladolid. Las costras
que no terminaban de cerrar, pues no podía evitar levantárselas continuamente,
eran las de las heridas adquiridas con las puntas de acero clavadas en las
tablas a las que se encaramó al subir a bordo de la patera, después de lanzarse
al Mediterráneo a intentar rescatar a Aminata, una joven en avanzado estado de
embarazo, pocas semanas antes.
La mujer cayó al mar después de que uno de los pasajeros de
la precaria embarcación sobreocupada esgrimiera el afilado y curvo cuchillo que
extrajo con rapidez de entre sus ropas, y que a punto estuvo de atravesar el
corazón de su marido, Mamadu, durante la refriega, obligándolo a saltar por la
borda para evitarlo. Ella perdió el
equilibrio al tratar de mediar entre su hombre y el desesperado y violento marroquí,
llamado Khaled, quien creyó ver amenazada su llegada a la costa española,
cuando aquel enorme africano le pidió en un extraño y desconocido dialecto que
no supo interpretar que le dejase a su mujer un poco más de espacio en
consideración a su abultada barriga.
Jonás no juzgó la reacción del magrebí, quien obviamente se
asustó mucho al no entender el idioma de aquel subsahariano que gesticulaba
moviendo los brazos como enormes y musculadas aspas de molino al dirigirse a
él, y que al ver los gestos y no comprender el significado de aquellas voces,
creyó que le estaba ordenando que le cediera su plaza a la mujer. El billete
para aquella travesía le había costado los ahorros de muchos meses de duro
trabajo y no pensaba renunciar sin pelear a la oportunidad de llegar a España y
de labrarse el futuro que en su tierra le estaba vedado.
Al ver que la situación se había descontrolado de tal
manera, y que ni Mamadu, ni su embarazada esposa sabían nadar, Jonás se zambulló
sin pensarlo y buceó unos metros hasta que consiguió aferrar por debajo de las
axilas a la mujer que presa de la histeria había comenzado a hundirse. Una vez
la tuvo bien sujeta, comenzó el ascenso hasta la superficie. Mientras, Hassan,
uno de los ocupantes de la frágil embarcación que chapurreaba el dialecto de la
accidentada pareja, explicó a su nervioso compatriota lo que Mamadu realmente
le había pedido y, este, al percatarse de lo desproporcionado e injusto de su
reacción, guardó el cuchillo y se prestó a auxiliar a quien segundos antes
había estado a punto de acuchillar.
Aquel viaje era la última parte de un infierno que todos
habían vivido en mayor o en menor medida, y la mayoría de ellos habían
abandonado su humanidad por el camino.
Cuarenta y cuatro personas subieron a bordo en las playas
de Alhucemas con destino a la costa de Málaga, pero para la inmensa mayoría, el
trayecto hacia sus sueños había comenzado mucho antes, en Mali, Senegal y otros
países de la sabana del Sahel. Los
marroquís, minoría en aquella patera provenían de las aldeas más pobres del Rif.
Todos sin excepción, habían tenido que pagar a las mafias argelinas
que controlaban las rutas de la emigración y las salidas de las precarias
embarcaciones, y que no escatimaban balas, crueldad y golpes en caso de que
alguien se negase al pago de las desorbitadas cantidades que cobraban por
facilitar jugarse la vida en el mar, a los más desesperados habitantes del
continente africano.
El negocio era de tal magnitud, que distintos clanes
mafiosos de las más dispares procedencias, pugnaban por hacerse con el control
del dinero, los bienes y la esperanza
que movía a hombres, mujeres y niños a arriesgarlo por todo por huir de la miseria
provocada por la avaricia de las grandes multinacionales europeas y americanas,
de la guerra que convertía en soldados a los niños de los poblados, y del
hambre que secaba de leche de los pechos
de las madres que cometían la insensatez de traer criaturas a un mundo en el
que el color de la piel y el lugar de nacimiento dictaban sentencias de muerte.
Algunas de estas mafias ya se habían ganado su reputación con el hachís y tras
años de burlar a las policías de sus países y a las patrulleras de la Guardia
Civil española, habían decidido cambiar por seres humanos los fardos de hachís que
transportaban de contrabando cruzando el estrecho. Si el mar hundía una patera
llena de inmigrantes, las mafias tan solo lamentarían perder a uno de sus empleados
de menor categoría, y no cientos de kilos de una droga que les podría reportar
un seguro dinero en el mercado negro.
El sol de agosto parecía haberse conjurado para abrasar la
piel de los improvisados argonautas, que cruzaban las aguas del traicionero y
peligroso estrecho en busca de su particular vellocino de oro abarrotando
aquella paupérrima nave de apenas diez metros de eslora, y el infernal calor y
la enloquecedora sed se fueron adueñando poco a poco de su voluntad y su razón
hasta convertirlos en fieras presas de sus ilusiones y cautivas de sus escasas
posibilidades.
Los individuos que les garantizaron la llegada a la costa
española a través de una ruta supuestamente segura les indicaron que la última
parte del viaje, la que cubriría el paso de este pequeño accidente geográfico
que separaba dos continentes, apenas les llevaría quince horas de tranquila
navegación propulsados por el minúsculo y obsoleto motor que controlaba el
único individuo que parecía tranquilo, bien alimentado y sano, en aquella nave
directa a la incertidumbre. Este peón de las mafias portaba un revolver de gran
calibre, largo cañón y cachas de madera en la cintura, y aquel arma, a la vista
de todos, evidenciaba que con él no podía discutirse ni perder las formas. Su
voluntad era la única ley a bordo y aunque no era más que un soldado sin rango en
la organización, en aquel punto del Mediterráneo era el único dios al que
obedecer y rendir pleitesía.
Jonás se había ganado la amistad y el eterno agradecimiento
del matrimonio que había estado a punto de morir ahogado, y el reconocimiento
de cuantos viajaban a bordo, que vieron como aquel maliense de cuerpo atlético,
expresión bonachona y sonrisa amable, se había lanzado al mar sin dudarlo,
exponiéndose a perder la vida o lo que es peor aún, la posibilidad de construirse
un futuro en Europa, tan solo por ayudar a dos desconocidos.
Cuando todo parecía volverse realmente insoportable, el
mafioso que controlaba la embarcación dijo algo levantando al tiempo la
barbilla en dirección a proa que hizo que todos sonrieran con una mezcla de
nerviosismo y felicidad y aplaudieran, y algunos incluso comenzaron a cantar a
los dioses dando gracias, pues en el horizonte divisaron la costa de Málaga. La
alegría desapareció por completo unos minutos más tarde, cuando el piloto sacó
el arma y apuntando al grupo los ordenó abandonar la patera y ganar la costa a
nado, agarrados a sus escasas pertenencias. No obstante, dentro de su egoísmo,
pues el mafioso intentaba por todos los medios no encontrarse con una
patrullera en la cercanía de la costa, se acercó cuanto pudo a la playa y al asegurarse
de que a esa distancia los viajeros tendrían posibilidades de llegar a ella,
insistió en que se lanzasen al mar.
Jonás supo que para evitar muertes deberían organizarse y
avanzar en grupos repartiéndose quienes supieran nadar con quienes no sabían
hacerlo y con la ayuda de Hassan que le sirvió de intérprete y nadando
continuamente de un grupo a otro para ayudar a que incluso los más asustados de
entre sus compañeros se mantuvieran a flote, logró que todos los ocupantes de la embarcación, qué libre del peso de la
carga volaba de vuelta a la costa de Alhucemas, alcanzaran tierra firme, para
el asombro de los bañistas y veraneantes que abarrotaban aquel trozo de tierra
prometida. Diversos agentes de la Guardia Civil y cuerpos médicos y distintos
miembros de organizaciones de ayuda al inmigrante no tardaron mucho en
personarse en el lugar y en prestar ayuda a los agotados y asustados africanos
que habían conseguido llegar a suelo español.
Jonás fue uno de los primeros en abandonar el CETI en el
que los internaron, para formar parte del grupo de compatriotas que subieron al
autobús con destino a Valladolid, donde los capataces de muchas de las bodegas
de las cinco distintas denominaciones de origen que hacían de aquella provincia
castellana la capital del vino español, contrataron mano de obra inmigrante, asesorados
por miembros de organizaciones religiosas y no gubernamentales que luchaban por
poder ofrecer a los desesperados seres humanos que arriesgaban sus vidas cruzando
el mar un trabajo y una verdadera posibilidad de residencia y de futuro.
Aquella mañana, la voluntaria de la ONG que le había
conseguido el trabajo y una plaza en el albergue en el que se estaba duchando,
llamó al centro para comunicarle que Aminata había alumbrado a una hermosa niña
sana y de ojos tan grandes como los de Mamadu, su padre, quien en el momento del
parto se encontraba en el autobús con rumbo al trabajo en unos viñedos de la
D.O Rueda y que pasaría el día contando los minutos para regresar a Valladolid,
acudir al hospital y abrazar a su mujer y a su hija.
Jonás, se secó en el vestuario de las duchas y se vistió
con las ropas donadas por otros vallisoletanos que, junto a aquellos
voluntarios, religiosos y dueños y capataces de bodegas, le habían devuelto la
fe en la humanidad.
El ser humano es un animal, si, y en ocasiones el hombre
puede ser un lobo para el hombre, pero los misioneros que hace ya más de veinte
años lo bautizaron con el nombre de un profeta tras convertirlo a la verdadera
fe, le explicaron que Cristo vive en todos y cada uno de nosotros y que a veces
solo hay que dejarle guiar nuestros actos para que triunfe el bien.
Enfrascado en sus pensamientos y con una sonrisa de oreja a
oreja que dejaba al descubierto su espectacular dentadura, Jonás acudió al
comedor para desayunar, y al tomar su bandeja y la taza de café caliente que le
correspondía, agradeció a la Santísima Trinidad los alimentos, y sobre todo el
no tener que volver a empuñar un arma y a matar a otros seres humanos para
conseguir un pedazo de pan. Al pensar en su suerte lloró, pero esta vez las
lágrimas de alegría sustituyeron a las lágrimas de sal que derramó al caer
extenuado en la playa de San pedro de Alcántara.
La jornada de trabajo en el campo estaba siendo casi
festiva pues la cosecha estaba completamente recogida ya y estos últimos días
eran de limpieza de los viñedos y cuidados de aquellas cepas que, sin
pretenderlo, habían resultado dañadas por la maquinaria y los peones, y el
capataz lo había seleccionado junto a otros buenos trabajadores para formar
parte de la cuadrilla estable que ayudaría en la bodega con todos los trabajos
que necesitasen de brazos fuertes y firme voluntad.
Poco antes de subir al autobús que lo devolvería al
albergue en la ciudad, Jonás comenzó a escuchar hablar de la terrible DANA que
había sacudido el este del país que lo había acogido y donde parecía
presentarse un futuro esperanzador.
En el salón comunal en el que se reunían a ver la
televisión algunos residentes antes de acostarse, Jonás ya había podido ver las
escalofriantes imagines que los telediarios transmitían prácticamente en bucle
y el índice de muertos y de desaparecidos no dejaba de aumentar con el paso del
tiempo.
Al día siguiente la realidad se volvió aún más insoportable
y la desgracia y la angustia se extendió por toda la geografía española, pues
además de aquellos que tenían familiares o amigos en la zona afectada, la
población española en su totalidad había empatizado por completo con las
víctimas de la tragedia, con quienes habían perdido seres queridos, casas,
negocios, bienes…
Desde los pueblos de la comunidad valenciana se pedía ayuda
para localizar a los desaparecidos y para limpiar y despejar las calles, pues muchos
no podían regresar a lo que quedaba de sus hogares y lo que era aún peor,
algunas personas estaban atrapadas solas o incluso en compañía de los cadáveres
de quienes habían fallecido durante el tiempo que estaba durando la emergencia.
La solidaridad de sus anfitriones emocionó a Jonás, quien
no dudó en unirse a otros agradecidos inmigrantes y solicitar a las
organizaciones que los atendían y a los empresarios que los habían contratado
la oportunidad de subirse a uno de los transportes que trasladaban a
voluntarios armados con palas, cubos, fregonas y ganas de aportar cuanta ayuda
está en sus manos y cuanta esperanza albergan sus corazones.
Jonás, y otros muchos voluntarios que no escatimaron
esfuerzo en devolver su esplendor a las calles de Valencia, sabían bien lo que
era verse sumergidos bajo las aguas y perder en ellas a seres queridos. Por eso
cada una de las lágrimas derramadas en el este de España tenía para ellos
restos de salitre, y se parecían mucho a las derramadas por quienes habían
cruzado el estrecho o saltado la vaya que separaba la muerte de la vida, el
odio del amor, el miedo de la esperanza.
Hoy, bajo la dirección de aquel bombero valenciano que tomó
el mando de su cuadrilla y supervisó los trabajos, todos eran hermanos en el
esfuerzo, y no había distinciones de credos, países de nacimiento ni colores de
piel.