miércoles, 16 de marzo de 2011

Haiku

Aunque jamás temió enfrentarse a la muerte, el samurai pensó que le hubiera gustado morir de otra manera, con honor.
Encaramado en el tejado de su modesta vivienda, Hiruto contempló en silencio la desolación que se extendía a su alrededor.
Todo estaba completamente arrasado.
Recuerdos de su infancia afloraron rápidamente, aquella gran explosión, los campos de arroz, la cosecha perdida, su aldea destruida, los millares de cadáveres calcinados y mutilados.
No había podido ayudar a su esposa. La gran ola llegó con asombrosa velocidad y no dio tiempo más que a cruzar una mirada, mientras el empuje del mar arrastraba a la anciana. Segundos después desapareció bajo el agua y tan solo tuvo tiempo para aferrar su katana y trepar a la parte más alta de su hogar.
Aquella espada había pertenecido a sus antepasados por generaciones, simbolizando el honor y el orgullo de una larga estirpe de Samurais.
El padre de Hiruto murió combatiendo a los duros guerrilleros vietnamitas, su abuelo cayó ante las tropas rusas una fría mañana de enero, cuando la Santa Barbara de su navío fue alcanzada por un obús.
La mayoría de los hombres de su familia había muerto en combate, y aquello le despertaba cierta sensación de impotencia, de rabia e incluso si su férreo código se lo hubiera permitido, de envidia.
De todas formas esto tenia que suceder más tarde o más temprano.
La tierra en Japón acostumbraba a quejarse, sacudiendo de vez en cuando aquello que le arañaba el lomo, pero todo tiene un límite y en la guerra feroz que enfrentaba al hombre contra el planeta, tenían que darse batallas como esta.
Hiruto cerró los ojos y respiró hondo.
Meditó su último Haiku:

"como el recuerdo,
mi vida se empaña,
por la desgracia"

Algo tétrico quizás, pero iba a morir y no estaba la cosa para hablar de pájaros ni de jardines.
Un alarido lo sacó de su ensimismamiento.
Al abrir los ojos aun pudo ver como la mano de un niño trataba de aferrarse al parachoques de un camión que era arrastrado por la fuerza del mar.
Que absurdo, pensó, los niños no deberían morir así, no han tenido tiempo de comprender.
El nivel del agua subía rápidamente y en breve sería engullido completamente por el mar.
Hiruto desenvainó la espada de forma solemne y adoptó la posición de ataque, con la vaina perpendicular a sus ojos y la hoja de la katana dirigida hacia el sol.
Un helicóptero del canal internacional de televisión NBC se aproximó hacia su posición.
El cámara observó impresionado la figura de un anciano que empuñaba una espada desafiante mientras el mar lo cubría por completo.
No se movió un ápice, no cambió un milímetro el rictus de su rostro.
Tan solo, desapareció.
El reportero quedo sobrecogido ante aquella demostración de valor, o de resignación ante el fin.
Pocos segundos después el tsunami había hecho desaparecer por completo aquella población, arrastrando embarcaciones, viviendas y vehículos en medio de un caos espantoso, pero los ojos de aquel anciano le habían transmitido serenidad.
El japones es un pueblo muy extraño, pensó para si, hizo un gesto al piloto y cambiaron la dirección de la aeronave, poniendo rumbo hacia la capital.
Mientras, una vieja espada samurai transportada por el agua se atoró entre las traviesas del tren y la fuerza del mar rompió su hoja.

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