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martes, 27 de mayo de 2025

Lágrimas de sal


 Relato en el que he tratado de rendir homenaje a esas personas que más allá de su lugar de nacimiento, raza,  condición social, ideologías y creencias, se rigen por unos valores que a mi entender son lo que deberían regir el mundo, Sé que soy excesivamente idealista y utópico,, por no decir ingenuo e incluso algo iluso, pero bueno...me gusta pensar que personas como el Jonás de mi texto abundan en el mundo.


 

El agua cae con la presión y la temperatura adecuada sobre el bueno de Jonás, que se enjabona y se frota con tanto empeño que, sin pretenderlo, se levanta las postillas de las manos y los antebrazos. Estas costras se las levantó primero, al arrancar sin cuidado ni método las uvas de las primeras vides de las muchas hectáreas de viñedo que abastecen la producción de una conocida bodega de la Ribera del Duero, antes de aceptar los guantes y las tijeras que le ofreció el capataz que se hizo cargo de su cuadrilla durante la vendimia en aquellas tierras de Valladolid. Las costras que no terminaban de cerrar, pues no podía evitar levantárselas continuamente, eran las de las heridas adquiridas con las puntas de acero clavadas en las tablas a las que se encaramó al subir a bordo de la patera, después de lanzarse al Mediterráneo a intentar rescatar a Aminata, una joven en avanzado estado de embarazo, pocas semanas antes.

La mujer cayó al mar después de que uno de los pasajeros de la precaria embarcación sobreocupada esgrimiera el afilado y curvo cuchillo que extrajo con rapidez de entre sus ropas, y que a punto estuvo de atravesar el corazón de su marido, Mamadu, durante la refriega, obligándolo a saltar por la borda para evitarlo.  Ella perdió el equilibrio al tratar de mediar entre su hombre y el desesperado y violento marroquí, llamado Khaled, quien creyó ver amenazada su llegada a la costa española, cuando aquel enorme africano le pidió en un extraño y desconocido dialecto que no supo interpretar que le dejase a su mujer un poco más de espacio en consideración a su abultada barriga.

Jonás no juzgó la reacción del magrebí, quien obviamente se asustó mucho al no entender el idioma de aquel subsahariano que gesticulaba moviendo los brazos como enormes y musculadas aspas de molino al dirigirse a él, y que al ver los gestos y no comprender el significado de aquellas voces, creyó que le estaba ordenando que le cediera su plaza a la mujer. El billete para aquella travesía le había costado los ahorros de muchos meses de duro trabajo y no pensaba renunciar sin pelear a la oportunidad de llegar a España y de labrarse el futuro que en su tierra le estaba vedado.

Al ver que la situación se había descontrolado de tal manera, y que ni Mamadu, ni su embarazada esposa sabían nadar, Jonás se zambulló sin pensarlo y buceó unos metros hasta que consiguió aferrar por debajo de las axilas a la mujer que presa de la histeria había comenzado a hundirse. Una vez la tuvo bien sujeta, comenzó el ascenso hasta la superficie. Mientras, Hassan, uno de los ocupantes de la frágil embarcación que chapurreaba el dialecto de la accidentada pareja, explicó a su nervioso compatriota lo que Mamadu realmente le había pedido y, este, al percatarse de lo desproporcionado e injusto de su reacción, guardó el cuchillo y se prestó a auxiliar a quien segundos antes había estado a punto de acuchillar.

Aquel viaje era la última parte de un infierno que todos habían vivido en mayor o en menor medida, y la mayoría de ellos habían abandonado su humanidad por el camino.

Cuarenta y cuatro personas subieron a bordo en las playas de Alhucemas con destino a la costa de Málaga, pero para la inmensa mayoría, el trayecto hacia sus sueños había comenzado mucho antes, en Mali, Senegal y otros países de la sabana del Sahel.  Los marroquís, minoría en aquella patera provenían de las aldeas más pobres del Rif.

Todos sin excepción, habían tenido que pagar a las mafias argelinas que controlaban las rutas de la emigración y las salidas de las precarias embarcaciones, y que no escatimaban balas, crueldad y golpes en caso de que alguien se negase al pago de las desorbitadas cantidades que cobraban por facilitar jugarse la vida en el mar, a los más desesperados habitantes del continente africano.

El negocio era de tal magnitud, que distintos clanes mafiosos de las más dispares procedencias, pugnaban por hacerse con el control del dinero, los bienes y  la esperanza que movía a hombres, mujeres y niños a arriesgarlo por todo por huir de la miseria provocada por la avaricia de las grandes multinacionales europeas y americanas, de la guerra que convertía en soldados a los niños de los poblados, y del hambre que secaba de leche de  los pechos de las madres que cometían la insensatez de traer criaturas a un mundo en el que el color de la piel y el lugar de nacimiento dictaban sentencias de muerte. Algunas de estas mafias ya se habían ganado su reputación con el hachís y tras años de burlar a las policías de sus países y a las patrulleras de la Guardia Civil española, habían decidido cambiar por seres humanos los fardos de hachís que transportaban de contrabando cruzando el estrecho. Si el mar hundía una patera llena de inmigrantes, las mafias tan solo lamentarían perder a uno de sus empleados de menor categoría, y no cientos de kilos de una droga que les podría reportar un seguro dinero en el mercado negro.

El sol de agosto parecía haberse conjurado para abrasar la piel de los improvisados argonautas, que cruzaban las aguas del traicionero y peligroso estrecho en busca de su particular vellocino de oro abarrotando aquella paupérrima nave de apenas diez metros de eslora, y el infernal calor y la enloquecedora sed se fueron adueñando poco a poco de su voluntad y su razón hasta convertirlos en fieras presas de sus ilusiones y cautivas de sus escasas posibilidades.

Los individuos que les garantizaron la llegada a la costa española a través de una ruta supuestamente segura les indicaron que la última parte del viaje, la que cubriría el paso de este pequeño accidente geográfico que separaba dos continentes, apenas les llevaría quince horas de tranquila navegación propulsados por el minúsculo y obsoleto motor que controlaba el único individuo que parecía tranquilo, bien alimentado y sano, en aquella nave directa a la incertidumbre. Este peón de las mafias portaba un revolver de gran calibre, largo cañón y cachas de madera en la cintura, y aquel arma, a la vista de todos, evidenciaba que con él no podía discutirse ni perder las formas. Su voluntad era la única ley a bordo y aunque no era más que un soldado sin rango en la organización, en aquel punto del Mediterráneo era el único dios al que obedecer y rendir pleitesía.

Jonás se había ganado la amistad y el eterno agradecimiento del matrimonio que había estado a punto de morir ahogado, y el reconocimiento de cuantos viajaban a bordo, que vieron como aquel maliense de cuerpo atlético, expresión bonachona y sonrisa amable, se había lanzado al mar sin dudarlo, exponiéndose a perder la vida o lo que es peor aún, la posibilidad de construirse un futuro en Europa, tan solo por ayudar a dos desconocidos.

Cuando todo parecía volverse realmente insoportable, el mafioso que controlaba la embarcación dijo algo levantando al tiempo la barbilla en dirección a proa que hizo que todos sonrieran con una mezcla de nerviosismo y felicidad y aplaudieran, y algunos incluso comenzaron a cantar a los dioses dando gracias, pues en el horizonte divisaron la costa de Málaga. La alegría desapareció por completo unos minutos más tarde, cuando el piloto sacó el arma y apuntando al grupo los ordenó abandonar la patera y ganar la costa a nado, agarrados a sus escasas pertenencias. No obstante, dentro de su egoísmo, pues el mafioso intentaba por todos los medios no encontrarse con una patrullera en la cercanía de la costa, se acercó cuanto pudo a la playa y al asegurarse de que a esa distancia los viajeros tendrían posibilidades de llegar a ella, insistió en que se lanzasen al mar.

Jonás supo que para evitar muertes deberían organizarse y avanzar en grupos repartiéndose quienes supieran nadar con quienes no sabían hacerlo y con la ayuda de Hassan que le sirvió de intérprete y nadando continuamente de un grupo a otro para ayudar a que incluso los más asustados de entre sus compañeros se mantuvieran a flote, logró que todos los ocupantes  de la embarcación, qué libre del peso de la carga volaba de vuelta a la costa de Alhucemas, alcanzaran tierra firme, para el asombro de los bañistas y veraneantes que abarrotaban aquel trozo de tierra prometida. Diversos agentes de la Guardia Civil y cuerpos médicos y distintos miembros de organizaciones de ayuda al inmigrante no tardaron mucho en personarse en el lugar y en prestar ayuda a los agotados y asustados africanos que habían conseguido llegar a suelo español.

Jonás fue uno de los primeros en abandonar el CETI en el que los internaron, para formar parte del grupo de compatriotas que subieron al autobús con destino a Valladolid, donde los capataces de muchas de las bodegas de las cinco distintas denominaciones de origen que hacían de aquella provincia castellana la capital del vino español, contrataron mano de obra inmigrante, asesorados por miembros de organizaciones religiosas y no gubernamentales que luchaban por poder ofrecer a los desesperados seres humanos que arriesgaban sus vidas cruzando el mar un trabajo y una verdadera posibilidad de residencia y de futuro.

Aquella mañana, la voluntaria de la ONG que le había conseguido el trabajo y una plaza en el albergue en el que se estaba duchando, llamó al centro para comunicarle que Aminata había alumbrado a una hermosa niña sana y de ojos tan grandes como los de Mamadu, su padre, quien en el momento del parto se encontraba en el autobús con rumbo al trabajo en unos viñedos de la D.O Rueda y que pasaría el día contando los minutos para regresar a Valladolid, acudir al hospital y abrazar a su mujer y a su hija.

Jonás, se secó en el vestuario de las duchas y se vistió con las ropas donadas por otros vallisoletanos que, junto a aquellos voluntarios, religiosos y dueños y capataces de bodegas, le habían devuelto la fe en la humanidad.

El ser humano es un animal, si, y en ocasiones el hombre puede ser un lobo para el hombre, pero los misioneros que hace ya más de veinte años lo bautizaron con el nombre de un profeta tras convertirlo a la verdadera fe, le explicaron que Cristo vive en todos y cada uno de nosotros y que a veces solo hay que dejarle guiar nuestros actos para que triunfe el bien.

Enfrascado en sus pensamientos y con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba al descubierto su espectacular dentadura, Jonás acudió al comedor para desayunar, y al tomar su bandeja y la taza de café caliente que le correspondía, agradeció a la Santísima Trinidad los alimentos, y sobre todo el no tener que volver a empuñar un arma y a matar a otros seres humanos para conseguir un pedazo de pan. Al pensar en su suerte lloró, pero esta vez las lágrimas de alegría sustituyeron a las lágrimas de sal que derramó al caer extenuado en la playa de San pedro de Alcántara.

La jornada de trabajo en el campo estaba siendo casi festiva pues la cosecha estaba completamente recogida ya y estos últimos días eran de limpieza de los viñedos y cuidados de aquellas cepas que, sin pretenderlo, habían resultado dañadas por la maquinaria y los peones, y el capataz lo había seleccionado junto a otros buenos trabajadores para formar parte de la cuadrilla estable que ayudaría en la bodega con todos los trabajos que necesitasen de brazos fuertes y firme voluntad.

Poco antes de subir al autobús que lo devolvería al albergue en la ciudad, Jonás comenzó a escuchar hablar de la terrible DANA que había sacudido el este del país que lo había acogido y donde parecía presentarse un futuro esperanzador.

En el salón comunal en el que se reunían a ver la televisión algunos residentes antes de acostarse, Jonás ya había podido ver las escalofriantes imagines que los telediarios transmitían prácticamente en bucle y el índice de muertos y de desaparecidos no dejaba de aumentar con el paso del tiempo.

Al día siguiente la realidad se volvió aún más insoportable y la desgracia y la angustia se extendió por toda la geografía española, pues además de aquellos que tenían familiares o amigos en la zona afectada, la población española en su totalidad había empatizado por completo con las víctimas de la tragedia, con quienes habían perdido seres queridos, casas, negocios, bienes…

Desde los pueblos de la comunidad valenciana se pedía ayuda para localizar a los desaparecidos y para limpiar y despejar las calles, pues muchos no podían regresar a lo que quedaba de sus hogares y lo que era aún peor, algunas personas estaban atrapadas solas o incluso en compañía de los cadáveres de quienes habían fallecido durante el tiempo que estaba durando la emergencia.

La solidaridad de sus anfitriones emocionó a Jonás, quien no dudó en unirse a otros agradecidos inmigrantes y solicitar a las organizaciones que los atendían y a los empresarios que los habían contratado la oportunidad de subirse a uno de los transportes que trasladaban a voluntarios armados con palas, cubos, fregonas y ganas de aportar cuanta ayuda está en sus manos y cuanta esperanza albergan sus corazones.

Jonás, y otros muchos voluntarios que no escatimaron esfuerzo en devolver su esplendor a las calles de Valencia, sabían bien lo que era verse sumergidos bajo las aguas y perder en ellas a seres queridos. Por eso cada una de las lágrimas derramadas en el este de España tenía para ellos restos de salitre, y se parecían mucho a las derramadas por quienes habían cruzado el estrecho o saltado la vaya que separaba la muerte de la vida, el odio del amor, el miedo de la esperanza.

Hoy, bajo la dirección de aquel bombero valenciano que tomó el mando de su cuadrilla y supervisó los trabajos, todos eran hermanos en el esfuerzo, y no había distinciones de credos, países de nacimiento ni colores de piel.