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jueves, 19 de febrero de 2009

Una escalera hacia el cielo

Emilio era un hombrecillo ya muy mayor, aunque aun conservaba el porte y la distinción que le caracterizaron toda su vida.
No veía casi (cataratas en los dos ojos) y en ocasiones se desorientaba por las calles de Valladolid.
Siempre con bastón y sombrero, quizás uno de los últimos caballeros que quedaban en esta ciudad miserable, de hidalgos de postín y miles gloriosus.
Andaba muy despacito, no se si por la artrosis, o por el peso de la vida.
La suya fue una vida plena, una vida larga y llena de momentos buenos y de malos momentos.
Siendo muy joven combatió en una guerra fratricida, el pensaba que defendia su fe, a su Dios y a sus vírgenes, y tuvo que matar para no ser matado, aunque le hirieron muy hondo el alma.
Se casó con una buena mujer, que le hizo muy feliz y le dio cuatro hijos (hoy en día impensable) dos chicos y dos chicas.
Quiso su Dios pagarle las noches de trincheras y rosarios, llevándose a la mayor de las niñas con él cuando no eras más que una jovencita.
Los caminos del señor son inescrutables, y en ocasiones tortuosos, llenos de carreteras comarcales, largas agonías y dolorosas enfermedades.
La fe de Emilio no decayó, como la de Job, y es más, creo que aun se fortaleció con esa dura prueba.
Fueron años difíciles.
El cancer se comió los ahorros familiares, y emilio tuvo que ingeniárselas para seguir haciendo como si nada.
Algunos envites le salieron bien, otros la vida los vio y contesto con un órdago, mal querido en ocasiones.
Pagó sus culpas y los pocos pecados que tuvo, con Dios y con la sociedad, que estigmatiza por rutina a los hombre buenos.
El pasar de los años le llenó de nietos el salón de su casa el día de reyes, fecha en que todos los miembros de la familia despertaban temprano y volaban cargados de sueños y esperanzas hacia casa de emilio.
Las vacaciones en el chalé del mayor, al aire frío de la sierra, bueno para el y para elena, su mujer.
Todos los días un clarete en casa de la pequeña, un poco de conversación y un retirarse prudente, antes de poner la mesa, ya que nunca quiso ser una carga, aquel buen hombre.
Siempre una sonrisa, siempre el andar cansado y un ducados en la boca.
Jamás se tragó el humo.
Jamás renegó, ni quiso mal a nadie, al contrario, aun hoy en día me siguen preguntando por el con cariño los comerciantes, taxistas, funcionarios, policías...
Enviudó y se quedó muy solo con un canario que ya no quiso cantar más y un gato que se marchó indicándole el camino a seguir y pidiéndole que no tardara demasiado.
La vida dejo de interesarle poco a poco.
Los trayectos eran cada vez mas lentos y suspiraba por reunirse con su mujer y con la niña que se marcho tan temprano.
No había hecho aun el año de su viudedad, cuando una mañana al dirigirse al baño, reparó en una escalera junto a la puerta de su despacho.
Aquella escalera nunca había estado allí.
Era una escalera de madera, sencilla y firme, y al final, se oían risas y voces familiares.
Apoyó la toalla y la navaja de afeitar en una silla del pasillo, y despacito se agarró a la varandilla y comenzo a subir.
Al entierro de Emilio acudió una gran multitud.
Mi madre lloraba cogida del brazo de mi padre, y mis hermanos y yo, nos despedimos de él sin querer ver como descendía la caja hasta colocarla paralela, al lado de su amada Elena.
Yo he crecido no mucho más que él.
En ocasiones viene a visitarme en mis sueños, siempre es una figura tranquilizadora.
A veces me angustio, porque tanto él como mis padres me han dejado el listón demasiado alto, y no se si estaré a la altura.
Puede que el día que me toque subir la escalera, me esté esperando allá arriba, con una sonrisa y un gesto de aprobación.
Hago lo que puedo, abuelo.