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lunes, 22 de noviembre de 2010

Ana Marquina.



Managua once de abril de dos mil tres


Muy señores míos:

Me llamo Ana Marquina y tengo trece años.
Desde los once, estoy viviendo en un lugar maravilloso, con otras chicas de mi edad.
Aquí me han ayudado mucho, ya que cuando llegué, no era capaz de relacionarme con otros muchachos y muchachas, solo quería morirme y encima hasta eso no me salía demasiado bien.
Intenté quitarme la vida en tres ocasiones, la primera arrojándome al paso de un auto de esos grandes, americano, con nombre de presidente antiguo.
Para mi desgracia entonces, el piloto era formidable, y pudo esquivar con soltura mi pequeño cuerpo lleno de moratones.
Desde el suelo vi cómo se alejaba, enojado, blasfemando en no sé cuántos idiomas.
Me levanté y tras sacudirme el polvo del camino, volví a mi casa.
Allí papá se puso furioso porque regresé sucia y a él nunca le gustaron las niñas sucias, por lo que esa tarde me azotó bien fuerte con la correa.
Mientras me dio esa tremenda golpiza, yo imaginaba como hubiese sido sentir el peso de aquel enorme auto sobre mí.
Quizás hubiese sido una muerte rápida, aunque bien pensado puede que me hubiera dejado lisiada, o vegetal.
Entonces no habría podido volver a intentarlo.
La segunda intentona la copie de una película que vi una vez al colarme en un autocine de la ciudad.
También era americana, como aquel auto grande.
No sé qué tienen los americanos con la muerte, son unos expertos, siempre saben cómo matar o como matarse de la mejor manera, de la más efectiva, de la más rápida.
El protagonista se introdujo en la bañera y cuando estaba relajadito, dejó caer dentro un secador de pelo conectado a la red eléctrica.
Se frió en el acto.
Mientras caminaba hacia mi casa pensé en cómo hacerlo.
No tenemos bañera en casa, nos bañamos en un balde enorme que papá hizo traer de una taberna.
Tenemos que acarrear muchos cubos de agua cada vez que nos lavamos y solo se entra de pies.
Tampoco tenemos secador de pelo, lo único eléctrico que hay en la casa es la heladera y de ninguna manera entra en el balde.
Aun así lo intenté, pero fue un fracaso estrepitoso, ya que el cable no alcanzó y ahí estaba yo, desnuda y mojada como una gallinita, con el balde junto a la heladera desconectada.
Así me encontró papa y el muy golfo aprovechó la ocasión para forzarme.
Todavía recuerdo con exactitud el olor a alcohol y el roce de su barba sucia y hedionda.
Mi último intento fue justo antes de venir aquí, al Albergue.
Durante semanas fui preparando un plan minucioso que no podría fallar.
Era muy sencillo, tan sencillo que no sé cómo no lo pensé antes.
Consistía simplemente en plantarme delante de mi papá cuando estuviera muy borracho y escupirle en la cara todo mi odio y mi desprecio.
Elegí con esmero cada una de las palabras, estudié cada uno de los gestos y esperé la ocasión adecuada.
No tardó en llegar el momento oportuno, porque mi papá siempre fue un borracho y un mal hombre, que antepuso el alcohol a la familia y dejó que mamá se marchara lejos harta de una vida miserable al lado de un hombre miserable.
Me puse reguapa, con mi vestido de la Eucaristía, un vestido blanco con mucho vuelo que me hizo mamá antes de fugarse con aquel señor del flequillo rubio.
Me trencé el pelo y me puse la medallita de oro que me dejo la abuela al morir y que no me pongo nunca porque si la viera papá me la quitaría para cambiarla por botellas.
Llegó a casa prácticamente arrastrándose y me planté ante él.
Estaba segura de que me mataría a palos, pero tampoco funcionó.
Le grité, deje salir todo el odio acumulado durante años.
Le dije que era un desgraciado, un poco hombre, un miserable que solo se pone macho con niñas indefensas, porque no es capaz de conseguir una mujer de verdad para que lo ame.
Le escupí en el rostro e incluso lo abofeteé.
El muy asqueroso solo me miraba fijamente, con los ojos turbios y la baba cayéndole de la boca lentamente, hasta quedar en su chompa sucia.
-Ahora si me mata-, pensé, pero entonces sucedió lo que jamás imaginé que sucedería.
De repente dio un paso hacia atrás y se agarró con fuerza el brazo izquierdo.
Comenzó a respirar muy fuerte, como un chancho cuando lo meten el cuchillo en el cuello.
Al mal nacido le dio un infarto y se murió ahí mismo, delante de mí, y no fue justo, porque la que se quería morir era yo.
Hasta en eso lo hizo mal, el borracho de mi papá.
Estuve varios días deambulando por las calles, sin comida, sin nadie con quien poder estar.
Me vendí en alguna ocasión a los hombres de la taberna y hacia con ellos lo que hacía con papá, mientras pensaba en otro plan para irme al cielo con la abuelita, a preparar pollo asado y a jugar con otros niños que vivieran en el paraíso del que nos hablaba tan bien el padrecito de la parroquia.
Pero ya no hizo falta, porque un día que llovía mucho y me estaba empapando el vestido blanco de la Eucaristía se me acercó una mujer y me pregunto muchas cosas y me cogió de la mano y me trajo aquí, y entonces ya no me quise morir.
Estoy segura de que la abuelita me mira desde las nubes y me esperará paciente al día en que me muera de viejita o de una enfermedad.
Y eso es lo que les quería contar, que ahora empiezo a vivir, y pienso que a lo mejor fue mi abuelita la que desvió aquel auto, la que arrancó el enchufe de la heladera y la que detuvo el corazón de mi papá.
También pudo ser mi abuelita, la que guió a esa mujer hasta mí, porque para hacer lo que ha hecho conmigo, tiene que recibir las órdenes del cielo.
Les dejo, porque me llaman para ir a las clases.
Siempre de ustedes.

Ana.