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lunes, 13 de febrero de 2017

Varón caucásico



No debería olvidar que la vida marca y que con cada noche en vela, con cada pesadilla, con cada despertar sobresaltado, se consolidan los errores del pasado. En esta ocasión el pasado se había vuelto presente para tratar de terminar con su futuro.
Lo vio llegar a través de una rendija de la persiana de la ventana del salón, bajada por seguridad como el resto de persianas de la casa. 
Por la forma de mover los brazos al caminar, atravesando el jardín de la entrada, intuyó que bajo la chaqueta negra de cuero ocultaría el arma, en una de esas fundas sobaqueras. Chaqueta corta que no podía ocultar un arma de mayor tamaño que un revolver o una pistola automática. Seguramente llevase también otra pistola o un cuchillo en el interior de una de las botas de ante. Gafas de sol de moda, de rabiosa actualidad; grandes, ideales para pasar desapercibido de cara  a una rueda de reconocimiento.
Vaqueros oscuros desgastados pero no ceñidos, que le permitirían levantar la pierna lo suficiente para dar una patada a la puerta en caso de que se le resistiese la cerradura o para desarmar a su objetivo si sacaba el arma antes que él.
Debía de tener poco más de cuarenta años. Seguramente ex miembro de alguna unidad de las fuerzas especiales del ejército ruso. Su aspecto físico indicaba que dedicaba tiempo a cuidar su mejor herramienta de trabajo, su cuerpo. No mediría menos de metro noventa y pesaría unos ochenta kilos. Fuerte pero proporcionado y fibroso, no el típico culturista que te encuentras en los gimnasios de la trena. Cabello claro de impecable corte, no llamativamente corto, de largura justa para peinarse la raya.  Lo hizo muy bien. Discretamente había guardado el casco en el maletín del escuter que aparcó frente a la puerta del adosado. El suyo era un vehículo perfecto para abandonar al escena del crimen sin llamar la atención. El escuter le permitiría, además de pasar completamente desapercibido, sortear el tráfico con agilidad y rapidez y entrar por cualquier tipo de vía urbana donde desaparecer sin  que nadie reparase en él.
Sabedor de que el asesino profesional abriría la puerta principal de acceso a la vivienda en cuestión de segundos, corrió al dormitorio principal de donde rescató la Beretta de nueve milímetros de debajo de la almohada y le colocó el silenciador tras montarla con un gesto mecánico y retirar el seguro.
Se apostó tras la puerta de la cocina y lo esperó allí, entre tinieblas.
El sicario de la mafia rusa, con la que había contraído una deuda de juego que no pudo pagar a tiempo, cerró la puerta tras él sin hacer ruido y sacando de la sobaquera una "Eagle desert", que asustaba solo con su presencia, comenzó la búsqueda de su objetivo. No se había tomado la molestia de ponerle un silenciador para amortiguar el estruendo de los disparos de semejante artefacto.
Entonces, a través de la rendija de la puerta, vio que tras asegurar el salón y el cuarto de baño, se inclinó despacio sin apartar la vista del pasillo y sacó una navaja automática del interior de su bota izquierda. Seguramente esa fuese el arma con la que pensaba matarle, la otra era tan solo para impresionar y ordenarle que se pusiera de rodillas con las manos en la cabeza. Después le atravesaría el corazón o  le cortaría el cuello de lado a lado. O ambas cosas.
Con lo que no contaba aquel varón caucásico de letales intenciones, era con su formación como policía militar en el pasado y con que el también había hecho sus pinitos en el mundo del asesinato por encargo.  Dejó que el sicario se asomase a la cocina y tantease la pared buscando el interruptor de la luz. Entonces le colocó el cañón del silenciador en la nuca y apretó el gatillo dos veces. Los sesos del apuesto asesino se esparcieron por los azulejos de la pared y por las baldosas del suelo y al caer de bruces contra la mesita de la cocina, hizo un ruido sordo. Por precaución y seguridad, le disparó dos veces más, una en la espalda entre los omóplatos y otra en la masa informe en que se había convertido su cabeza.
Alea jacta est. La suerte estaba echada. 
´Sin prisa pero sin pausa, hizo acopio del dinero que le quedaba en casa, del que encontró en la cartera del difunto y de un par de buenos y caros relojes de pulsera y alguna joya para hombre, anillos, cadenas, gemelos... caprichos de un pasado más afortunado. 
En una bolsa de viaje de piel, introdujo los objetos de valor seleccionados, algo de ropa, munición y su neceser y tras cerrar bien la casa , bajó las escaleras que conducían al garaje, metió la bolsa en el maletero, se puso las gafas de sol del difunto que había abandonado en el suelo de la cocina, arrancó su pequeño y fiable utilitario y abandonó Madrid por la M30 en dirección a la carretera de Andalucia y de un futuro de clandestinidad y supervivencia, lejos de su vida, sus recuerdos y sus seres queridos.
Cuando atravesó el arco de bienvenida a Marbella, vestigio de los tiempos de Gíl, decidió que antes de buscar alojamiento en casa de algún amigo del pasado, acudiría a Puerto Banus a presentar sus respetos al capo local de la familia napolitana que había conseguido imponer las reglas de la "Camorra" sobre las de las mafias del este. No hacía mucho había intentado alejarse de aquella vorágine de delincuencia y peligro, pero su afición por la ruleta y por las pelirrojas de falda corta y escote largo, le habían devuelto otra vez al punto de partida.
Nada está escrito. Haría de su vida el más interesante de los best- sellers y algún día se lo dedicaría a la mujer adecuada, la que consiguiese retirarlo de aquello con un beso de amor, como en los cuentos de hadas.