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domingo, 12 de junio de 2016

Rindo mi espada e imploro clemencia.

He arriado la bandera del desamor y tras doblarla marcialmente, la he entregado junto a mi espada al comandante en jefe de las fuerzas de reconquista, o sea a Cupido, que tiene en común con Napoleón, además del tamaño, lo impresionante y efectivo de sus estrategías. Durante varios días me ha torturado con miles de mensajes subliminales, utilizando para ello a dos gatitos adorables. Que listillo el angelote, cómo sabe donde hacer daño y con qué tocarme la fibra.
Para rematar la jugada, ha utilizado una táctica sublime, recuperando un antiguo amor del pasado, del que hacía más de quince años que no tenía noticias y que misteriosamente se puso en contacto conmigo hace tres días, cuando yo me encontraba de lo más beligerante, presentando dura batalla al amor y peleando palmo a palmo la defensa del poco terreno de mi pecho que había conseguido independizarse de la tiranía de Cupido.
Con el adiós definitivo de la que ha sido muy probablemente la mejor de las parejas que he tenido nunca, decidí no volver a sucumbir a las ofensivas del sentimiento que siempre ha movido mi cuerpo y mi mente. El amor.
En esta ocasión, la maravillosa granadina que conquistó mi ser y yo, nos tuvimos que plegar a las circunstancias y, la distancia geográfica fue insalvable, pues el radio de acción de nuestros corazones fue disminuyendo desde la primera batalla en la que triunfaron los dictados del rojo músculo con aurículas y ventrículos. Lloré su pérdida y me juré no volver a abandonar la trinchera.
Gracias a Dios, ella y yo, nunca fuimos ni seremos enemigos, firmamos la paz, que llegó tras un necesario armisticio y tras contabilizar las bajas de aquella "guerra", ambos decidimos evitarnos más sufrimiento.
Me rebelé contra el poder del ciego ser alado, que no sé de que manera conseguía atraversarme el pecho con sus flechitas una y otra vez y, me cubrí con una estupenda cota de mallas que creí me haría invulnerable a sus continuas agresiones. Pero el muy cabrón ha encontrado un hueco entre los coseletes y ha vuelto a hacer blanco. Aunque en un principio me arranqué la saeta y desenvainé mi espada, no me dí cuenta de que este dardo iba impregnado de un dulce veneno que casi termina conmigo hace quince años y para el que aún no se ha encontrado antídoto.
Hay muchos tipos de distancia. La más difícil de salvar, es esta de la que habla mi siempre admirado Macaco en la canción que encabeza esta entrada, la de escasos los milímetros entre sus labios y los mios.
La distancia ya no volverá a ser un problema en mi vida. Bastantes problemas he tenido y he ido superando día a día. Nadie sabe que se me entrenó desde pequeño por el mejor de los maestros, que me inculcó las más completas artes de defensa y ataque e hizo de mi un guerrero poderoso.
Pero hoy rindo mi espada y solicito clemencia. No podría soportar más sufrimiento. Si es posible, prefiero una digna ejecución por un pelotón de fusilamiento y sin cubrirme los ojos. Desnudaré mi pecho y miraré al rostro  al amor, cuando sea disparado y me atraviese el corazón otorgándome esa muerte en vida en la que únicamente respiras por y para la persona amada. Eso sí, antes de que me fusilen, quiero un bombón de Da Silva, una copa de Ribera del Duero y un pitillo.