jueves, 28 de febrero de 2019

Los ojos de su padre


Esta es la natural y necesaria evolución del texto "Allá en el sur" que publiqué presa de la emoción al descubrir el estilo de novela "gótica sureña". No he podido evitar comletarlo y darle la forma que me pedia el cuerpo. Espero que os guste ver que los  relatos también tienen vida propia.




Mathew se dispuso a recorrer a pie los más de dos kilómetros que separan la plantación de su padre de la del coronel Steuvesant, porque la yegua apaloossa torda que le había traído desde Alabama su tío Jeremías como regalo de bodas había muerto desangrada aquella mañana en el parto, al dar a luz a un potro de dos cabezas. El grotesco recién nacido apenas vivió unos segundos, el tiempo justo para clavar sus cuatro ojos en el animal que lo había llevado en su vientre y que había sufrido un mortal desgarro al sacarlo al exterior. Las dos criaturas murieron atadas por el cordón umbilical.
El joven heredero de la plantación más productiva de Tennessee iba a comprar el mejor semental de la yeguada del viejo coronel: un alazán negro como la noche y poderoso como las tormentas que azotaban los campos de algodón con la llegada del verano. Aunque volvería montado sobre su compra, el camino de ida lo haría andando en solitario. Los habitantes del estado sabían que desde que terminara la guerra, cabía la posibilidad de encontrarse con alguno de esos negros rencorosos y sedientos de sangre que malvivían en los caminos desde que el norte los hizo libres y, que deambulaban de un lado a otro en busca de algún viajero desprevenido al que asaltar y asesinar tras despojarlo de sus pertenencias, para devolverle al hombre blanco los años de humillación y servidumbre.
Los negros que habían permanecido junto a su familia por fidelidad o por otros motivos que se escapaban a la comprensión de los nuevos libertos por decreto, trabajaban ya en los campos de algodón. Muchos saludaron con la mano al joven señor al verlo pasar. Mathew reparó en el gesto de desprecio que le dedicó Moira, una atractiva esclava senegalesa que hasta su embarazo había trabajado como empleada doméstica en la mansión y que su padre devolvió al algodón cuando no quiso explicar que había hecho con el fruto de su deshonra, pues nadie llegó a verlo nunca.
Al perder de vista los límites de la propiedad de su padre, Mathew se santiguó encomendándose a su ángel de la guarda, pero de poco le serviría aquella medida de celestial precaución. Sabedor de la poca utilidad de las plegarias, se enfundó el revólver que su padre, el difunto Martín Willians, caído en Richmond al frente de la unidad de caballeros voluntarios que mandó cargar contra las tropas de Grant, le regalara cuando los patriotas de La Confederación decidieron defender sus costumbres, sus singularidades culturales y su economía latifundista, frente al usurpador Yanqui que pretendía imponer unas libertades y un progreso, que nadie ─en los trece estados que juraron resistir bajo el gobierno del presidente Davis─ quería.

Cuando los hijos del coronel descubrieron el cadáver de Mathew unas horas después, los ladrones le habían arrebatado cuanto de valor y de utilidad llevaba encima. El cuerpo presentaba varias heridas de bala y de machete. Además, y para espanto de los dos jóvenes hermanos que encontraron su cuerpo, los asaltantes le habían arrancado el corazón lo que no dejaba lugar a dudas de que el crimen fue obra de una conocida partida de criminales compuesta por salvajes entregados a rituales de vudú. El joven caballero debió haber vendido muy cara su piel, pues junto a él yacían los cuerpos de tres negros alcanzados por sus disparos.
El diablo se había cobrado sus almas a cambio de una libertad que tan solo les sirvió para vagar como los animales que eran sin pertenecer a ningún sitio, sin poder construir su futuro en una tierra de blancos y sin haber conseguido hacer realidad esa patraña de que todos los hombres son iguales.
En el sur siempre sabremos quienes son los verdaderos hijos de Dios y quienes bajaron de los árboles para servir al hombre blanco, aunque pretendan confundirnos con su aspecto de simios parlantes.
Cuando la noticia del asesinato del joven señor llegó a la plantación de su familia, todos se impresionaron por lo injusto y lo triste de los acontecimientos. La viuda de Mathew no podía siquiera aceptarlo y nadie era capaz de consolarla en su inmensa pena. Los gemelos de cinco años, a los que ella y Mathew educaban para que un día se pusieran al frente de los negocios familiares se abrazaron llorando al cadáver de su padre y solo consiguieron separarlos de él cuando el reverendo O`Malley les convenció de que los sirvientes tendrían que adecentarlo para el entierro, puesto que debía subir con sus mejores galas para presentarse ante Dios en el paraíso.
Lo que nadie sabía es que otra mujer también lloraba su muerte. Moira era una esclava de nacimiento que se había criado en los barracones de la plantación y que desde muy niña había servido a la familia Williams. La joven belleza negra se enamoró del amo y se ofreció a él cuando este alcanzó la edad de poder satisfacer a una mujer. La pasión de aquel momento derivó en una descomunal barriga que fue la comidilla de todos los esclavos de la plantación pues ninguno de los negros asumió aquel embarazo.
El niño que engendró en ella Mathew había nacido muerto y nadie supo nunca que el pequeño cuerpo enterrado bajo el espantapájaros del este habría mirado al mundo con los azules ojos de su padre, pese a tener la piel negra como su madre.
Moira se inició en los arcanos y en los rituales oscuros de su gente para devolverle la vida a su pequeño y tras ofrecerle su alma deshonrada a Belcebú y sacrificar una res en su honor, consiguió que el maligno aceptase el trato.
Cuando la partida de libertos sorprendió al joven señor caminando solo y decidió asaltarlo, el líder del grupo ordenó que no hubiese piedad con aquel hombre y que una vez hubiese caído lo dejasen a solas con su cuerpo
Mientras extraía el corazón de aquel señorito blanco que un día disfrutó del amor y la pasión de una de las esclavas de la plantación donde Satanás decidió devolverle a la vida, los ojos azules del jefe de la partida se clavaron en los de su padre, que aún vivía cuando comenzó a abrirle el pecho con su cuchillo consagrado al ángel caído.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Pena capital



El gobernador del estado no se dignó a llamar para interrumpir la ejecución y, a las 11,30 horas el reo Smith, condenado por un tribunal popular a morir en la silla eléctrica se frio sin haber pedido perdón por sus crímenes y tras haber rechazado la visita del sacerdote. Del otro lado del cristal de seguridad, los chicos de la prensa y los familiares de las víctimas aplaudieron durante los interminables segundos de convulsiones y estertores.
Los periodistas de Nueva Orleans, en un alarde de ingenio, bautizaron a John Smith con el sobrenombre de “El bluesman asesino”, dado que como demostraron los agentes del F.B.I. cometió todos sus crímenes con la cuarta cuerda de una guitarra Fender Telecaster edición especial de 1978. La cuerda que se encontró en la guantera del Mustang descapotable con el que el ajusticiado realizaba sus desplazamientos, fue presentada como prueba A y considerada arma del crimen sin ninguna duda por parte de los agentes que llevaron la investigación. Al parecer, seducía a las víctimas, siempre mujeres rubias, casadas y sobre todo muy atractivas de conocida promiscuidad, para luego llevarlas a una cabaña en los pantanos, mantener relaciones sexuales con ellas y estrangularlas al poco de quedarse dormidas.
Los psiquiatras forenses que participaron en la causa y desmontaron la única estrategia de defensa que presentó su mediocre abogado de oficio dictaminaron que pese a un terrible trauma que sufrió dos años antes, el asesino confeso era un hombre psicológicamente sano, en plena posesión de sus facultades mentales y con perfecto conocimiento de sus actos, distinguiendo sin el menor atisbo de duda entre el bien y el mal, por lo que no se lo podía diagnosticar la psicopatía que la opinión ciudadana le había achacado al aparecer las primeras víctimas siguiendo un mismo patrón. Todas aparecieron desnudas, estranguladas y con una L mayúscula grabada con una afiladísima navaja de barbero en el pecho izquierdo. Según confesó el cantante de blues detenido y juzgado por los crímenes, la L era la inicial de un personaje de Hamlet con el que se sentía muy identificado cuyo nombre había utilizado como pseudónimo en la grabación del único LP que pudo colocar en el mercado gracias a la gentileza de su padre, quien hubo de recurrir a sus muchos contactos y hacer uso de parte de la fortuna familiar para darle a su hijo la oportunidad de escuchar sus blues en emisoras locales. Laertes llegó a encaramarse al “top ten” de ventas durante el primer mes en el que su disco salió al mercado. El torturado bluesman se definía a si mismo como el eterno aspirante a músico, pero nunca pasó de ahí, de eterno aspirante. Su frustración y la traición de su esposa al vivir un idilio al poco tiempo de la boda con el contrabajista de su banda, a quien Laertes consideraba su mejor amigo, lo llevaron a cometer los asesinatos que dieron con él en la silla eléctrica.
Lo más curioso del caso es que jamás intento nada contra la que fue su mujer y el que fue su amigo. Al preguntarle por ello en la vista pública, el Sr Smith simplemente dijo que en la vida todo se transforma y tatareó el estribillo de la canción del conocido cantautor argentino Jorge Drexler, “cada uno da lo que recibe. Luego recibe lo que da. Todo se transforma”.
En el momento en el que el alcaide de la prisión federal procedió a ejecutar al preso, los cientos de activistas contra la pena capital que se habían concentrado frente a los muros del presidio entonaron un espiritual a ritmo de jazz y rezaron por su alma.
Si Dios hubiese querido salvar su alma inmortal seguramente le habría librado de haber conocido a aquella rubia adúltera de expresión inocente o de haber introducido en su vida a aquel fenómeno del contrabajo con el que entabló una amistad que creyó sincera desde el primer acorde que tocaron juntos. Pero la vida da muchas vueltas y los caminos del señor son inescrutables.
John Smith, más conocido como Laertes, “el bluesman asesino”, castigó con la muerte a todas aquellas mujeres que cedieron a la tentación de pasar una noche con el atractivo y melancólico cantante, mancillando los votos sacramentales del matrimonio y deshonrando a sus maridos. Para él, aquello era justicia y no se arrepentía lo más mínimo de haberlas ajusticiado, al igual que comprendía, aceptaba y casi hasta agradecía que se le ajusticiase a él. Cada uno da lo que recibe, luego recibe lo que da.
El único error que cometió Laertes fue el de arrojar los cadáveres a los pantanos, creyendo que los caimanes darían buena cuenta de ellos haciendo desaparecer así los cuerpo. Al parecer los caimanes eran unos exquisitos y exigentes gourmets y no gustaban de la carne de las infieles. Son animales muy empáticos e intuitivos y no soportan el olor de la podredumbre del corazón de una mujer.