domingo, 30 de julio de 2017

Entreabierta

Se abrochó la cazadora hasta arriba, comprobó que se había puesto bien el caso, giró la llave de contacto de la moto, aceleró unos segundos en parado y cuando consideró que era el momento, salió de allí como alma que llevaba el diablo. Una vez más, había escapado corriendo. Una vez más se había vuelto a equivocar de mujer y una vez más, esa nueva mantis religiosa, mimetizada bajo una forma voluptuosa y excesivamente atractiva con la que había pasado la noche, se  había frotado las patitas ante el suculento desayuno que encendió un cigarrillo en ayunas junto a ella, sin saber que en breve lo devoraría por completo.Pero en esta ocasión él fue capaz de intuirlo y cuando advirtió aquel brillo maligno en su mirada y aquella exploración golosa en sus caricias, apagó el cigarrillo, saltó de la cama, se puso los vaqueros y la camiseta a toda prisa y, con el resto de sus pertenencias bajo el brazo, se despidió con un "ya coincidiremos por ahí" y abandonó la madriguera del lujurioso monstruo.
Mandaba cojones ser el eterno enamoradizo y no dejar de confundir las cosas una y otra vez, atesorando fracasos y disgustos en el cofre herrumbroso y desvencijado en el que se había convertido su pecho. 
Debieron haberlo maldito a los quince años, cuando probó los primeros labios de mujer y descubrió en ellos esa promesa de vida eterna, ese paraíso hecho realidad en la tierra. Obviamente comenzó errando. Confundió el infierno con el paraíso y con cada mujer de la que se enamoró perdidamente, recorrió uno de los círculos que describió Dante en "La divina comedia". Pero así y todo, con el corazón partido y el alma llena de parches, no renunció al amor y siguió buscando la luz en los ojos de una mujer. Craso error. La única luz que podría alumbrar su camino y ayudarlo en la búsqueda, era la de sus propios ojos cuando se retirase el vendaje que los cubría desde aquel primer beso en la adolescencia.
Mientras bajaba a la carrera los escalones de los cinco pisos que lo separaban de su medio de escape, Iván terminó de concederse la oportunidad de no volver a errar. Entendió al fin que para conseguir encontrar a aquella con la que llevaba soñando toda la vida, lo único que tenía que hacer era dejar de buscarla y comenzar a buscarse a si mismo, dado que hacía ya mucho tiempo que se había perdido.
Satisfecho de su nuevo objetivo en la vida, que no era otro que aprender a amarse sin reservas, apuró el giro en una rotonda y tumbó la moto, llegando a rozar el suelo con la rodilla, como los pilotos de los  campeonatos que veía de vez en cuando por televisión. 
Había perdido el miedo. El miedo a la muerte, el miedo a las mujeres, el miedo al amor, el miedo a conocerse, el miedo a estar solo. Se acabaron los miedos.
Cuando aparcó la moto en el garaje de su casa y accedió a la vivienda por la puerta trasera, entreabierta como su herido corazoncito, su gato se acercó a recibirlo adoptando el rol de compañero vital.
-¿Sabes una cosa Gatete?- dijo mientras le acariciaba el lomo.- Creo que vamos a ser muy felices tu y yo. Ya no tendrás que compartir la cama con ninguna otra humana, al menos de momento. Y el día que tengas que hacerlo, será para el resto de nuestras vidas. De las siete.-
Arrojó el casco y la chupa sobre el sofá del salón, se preparó un café con leche, poniéndole a su gato un poco de ese blanco néctar en un cuenco, eligió un libro de una estantería abarrotada de ejemplares, entre los que se encontraban un par de ellos de su propia cosecha, conectó el aparato de música donde sonó el disco del grupo de un amigo y empezó a ser feliz. Y a quererse.

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