martes, 27 de diciembre de 2016

La razón de mi existir

Se sentó frente a un folio en blanco, con un pitillo en la boca y un vaso de whisky de malta en la mano. Desde la chimenea llegaba junto al crepitar de las llamas, el calor que echaba de menos en su cama y en su pecho desde hacía ya demasiado tiempo. Se dispuso a escribir un texto que dejase claro su postura al respecto de la historia de un amor, como no hubo otro igual.
Una vez le dijeron que parecía que en cuestión de mujeres, le daba lo mismo ocho que ochenta y que no sabía transmitir lo necesario a la persona que ocupaba su corazón y su cabeza, para que sintiese realmente que era alguien especial para él. Además de entristecerle un poco esa afirmación, le escoció en el orgullo. Decirle eso precisamente a él, que se preciaba de manejar con soltura y acierto el idioma y de ser capaz de ordenar las palabras con corrección y sentido pleno. Esto tuvo que asumir que era algo ajeno al estilo y a lo preciso de significados y etimologías. Simplemente hablaba de sentimientos, de sinceridad y del valor necesario para conseguir despejar cualquier duda al respecto.
Por un lado entendía perfectamente que no lo tomasen en serio. Él, el eterno enamoradizo que había sucumbido a las flechas del ciego angelito en tantas ocasiones ya, que había perdido toda credibilidad.
Se había humillado tantas veces que le costó demasiado aprender a discernir entre amor y deseo, convirtiéndose en el juguete o el capricho de aquellas que intuyeron su debilidad emocional.
Pasó de mano en mano como la falsa moneda y sin embargó no supo entender que sentimentalmente, hacía mucho que había dejado de ser una pieza de curso legal y no tenía valor alguno, y ni mucho menos el que se adjudicaba a si mismo.El mercado del amor es feroz y su cariño se había devaluado hasta lo indecible.
Entonces se dio cuenta de que la quería a ella y solo a ella y que había perdido lo único que no podría comprar con dinero o influencias: tiempo.
Apuró de un trago el escocés con hielo y se sirvió otra generosa ración entre suspiros. El humo del cigarrillo no era precisamente lo más indicado para los corazones afligidos. Debido a suspiros y toses, su capacidad respiratoria se había reducido de manera considerable.
Una vez más, pudo comprobar que la leyenda del escritor maldito, ese que escribe mejor bajo los efluvios del alcohol, no era más que un cuento para aquellos que carecen de talento. El alcohol lejos de ayudar a encontrar las frases oportunas, confundía lo poco que había comenzado a tomar sentido en su cerebro. ¿Cómo decirle que se había enamorado de ella? ¿Cómo convencerla de que sabía que ninguna otra podría hacerle feliz? ¿Con que palabras podría transmitir que estaba dispuesto a dar su vida por ella si fuera necesario, que quería convertirla en la mujer más feliz del mundo y que siempre podría contar con el? 
Seguramente tras leer su texto, pensaría que lo habría escrito para otra mujer, cambiando únicamente el nombre del destinatario y el encabezado de la misiva. El miedo a que pensase eso, le llevó a incluir referencias a cosas que podría identificar en la lectura, como hablar de una "pequeñita", término que se había atrevido a atribuirle solo a ella. Hablaría de la energía interior y la valentía, que desde un principio le habían despertado una admiración y una atracción muy especiales. De su increíblemente fluida y buena comunicación desde la primera vez que entablaron una conversación. De su amor por los animales.
No se atrevía a escribirle que se mordía la lengua para no decirle constantemente lo atractiva que le parecía, para no resultar excesivamente repetitivo. Además ella estaba por encima de esas cosas y era una persona muy inteligente a la que no se podía ganar con cumplidos ni lisonjas.
Tras terminar la botella y el paquete de cigarrillos, optó por acostarse en el suelo del salón, junto a la chimenea y de esa manera evitarse el volver a compartir la cama únicamente con su recuerdo.
Mañana volvería a intentarlo. Puede que encontrase las palabras para que le tomase en serio. 
Puede.

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