martes, 4 de octubre de 2016

La gran mentira

Consiguieron convencerme de que mi nación, mi raza, había sido elegida para gobernar al resto  y para traer el equilibrio y la paz a un mundo decandente y corrompido por la ponzoña judía.
Con dieciséis años, abandoné las juventudes hitlerianas para pasar a engrosar las filas de las SS y tras menos de un mes de instrucción militar, me trasladaron a un campo de prisioneros en las inmediaciones de Varsovia, en Polonia. Treblinka se llamaba el que para mi, se convirtió en la antesala del infierno o mejor dicho, en el infierno en la tierra.
La esperanza de vida para un judío en Treblinka era de una hora y media y en el año y poco que estuve destinado  allí, se ejecutaron  más de setecientos mil prisioneros judíos. Aquello formaba parte de la operación Reinhard o como se nos presentó en su momento al pueblo alemán: la solución final para el problema judio.
Mi trabajo en Treblinka consistia en descargar junto a los voluntarios ucranianos, los vagones cargados con miles de prisioneros judíos que vomitaban los trenes que llegaban a la estación del campo cada pocas horas.
Lo peor de todo era el olor nauseabundo que podía respirarse a más de diez kilómetros del campo.
Las cámaras de gas, a pleno rendimiento no eran lo peor. Lo pero eran los hornos instalados en un pabellón levantado tras el de las cámaras, donde no se daba a basto a quemar la cantidad de cadáveres que terminaban descomponiéndose al ser apilados de cualquier forma junto a la puerta de los hornos o arrojados sin quemar a las fosas excavadas por todas partes.
Los gases y vapores de los cuerpos en descomposición, el humo de los hornos y el apestoso tufo que ya de por si te llegaba a marear, al abrir las puertas de los vagones y hacer bajar a los judíos para que acudieran a despojarse de ropa y pertenencias en un edificio junto a la estación, convirtió la zona en el lugar más irrespirable del universo.
Himmler no debió de tener en cuenta el tema de los olores y, aunque recibimos órdenes de cubrir con vegetación las fosas, para que los aviones enemigos no se percatasen del verdadero fin de aquel supuesto campo de prisioneros, todos, incluso los pasajeros de los trenes de la muerte, intuían la verdad al ir acercándose al campo.
He visto cosas horribles. He visto arder los embriones al reventar el vientre de sus madres en llamas. He visto a mujeres abrir las venas a sus propios hijos para quitarse la vida ellas mismas después.
Ahora sé en lo que puede convertirse una mentira cuando se alimenta con aplausos y desfiles de banderas del horror. Ahora no puedo negar la existencia del diablo. Sirvo a sus órdenes.
El barracón de la tropa era uno de los lugares más tristes del campo pues muchos jóvenes como yo, engañados por los discursos y las promesas de los oficiales, descubrieron que formaban parte de la maquinaria de la maldad y algunos al no poder soportarlo, también se quitaron la vida.
Hoy es mi quinto día en Estalingrado. Los soviéticos atacarán de nuevo en cuestión de minutos y tengo la impresión de que no volveré a ver la luz del sol. Aquí también se respira muerte pero el olor de la pólvora y la sangre de los heridos es más llevadero que el insoportable hedor de Treblinka.
Me quedan dos cargadores para la STG y una granada de mano. Lo cierto es que lo mejor que podría pasarme es recibir un balazo certero, que me mate en un segundo. no quiero vivir con los recuerdos. No puedo vivir con ellos y con el remordimiento. No consigo borrar de mi cabeza los rostros de los niños que se aferraban llorando a las manos sin vida de sus madres. Te quiero mamá, espero que algún día puedas perdonarme. Espero que Dios pueda hacerlo.

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