viernes, 22 de abril de 2016

Sequía.

Asustado e impaciente volvió a mirar el relój y le asaltó la desesperación cuando comprobó que quedaba menos de una hora hora para que terminase el tiempo que marcaban las bases del certamen, y que tendría que entregar el relato o abandonar el lugar del concurso con la detestable sensación de haber fracasado una vez más.
No entendía porqué pero estaba completamente vacío de inspiración y el tema sorpresa que había propuesto el director del jurado: "Paseando por el acantilado", no terminaba de evocarle más que sandeces romanticonas o diversas variaciones sobre un homicidio de lo más vulgar.
Ver como la joven escritora que se había sentado en la silla contigua a la suya, no paraba de rellenar un folio detrás de otro, le comenzó a despertar un sentimiento a caballo entre la envidia y el odio. Envidiaba esa inspiración latente en la premura con la que escribía sin detenerse apenas y odiaba la expresión de catarsis y climax creativo que evidenciaba su rostro, semioculto bajo unas enormes gafas de pasta. No estaba mal del todo, pese a no ser su tipo. Debería tener unos treinta años más o menos, el cabello muy corto y teñido de rubio platino y una ausencia casi total de formas femeninas. A él siempre le gustó la "mujer, mujer", con sus curvas y sus formas bien definidas. Parece que ahora la moda y los gustos sociales han impuesto una mujer de lo más andrógina, puede que para seguir rompiendo diferencias entre sexos.
Maldijo no poder encender un cigarrillo liberador y terapéutico, puta ley antitabaco. Su descomunal cabreo con el mundo y consigo mismo siguió creciendo y comenzó a rayar la psicosis.
Alguien de la organización del certamen, avisó que quedaban tan solo diez minutos para que finalizase el concurso. Dejó escapar un enorme suspiro que hizo que los participantes que aún permanecían en la sala se girasen a mirarlo, con lástima mal disimulada.
Aquello fue la gota que colmó el vaso.
 Agarró a su compañera por el pelo y le hundió en la nuca y la garganta su pluma estilográfica repetidas veces con extrema violencia. La sangre le empapó la camisa oxford azul que se ponía para los certámenes literarios, su "camisa de la suerte".
Los gritos de horror del resto de participantes le sacaron de la abstracción homicida y dirigió su rabia contra el escritor más cercano, que estaba encendiendo su teléfono móvil para seguramente llamar a la policía pidiendo ayuda. Le rompió la cabeza de un certero golpe con la silla de aluminio vacía de la concursante que agonizaba en el suelo con ambas manos tratando de cortar la hemorragía.
Rápidamente se colocó junto a la única puerta de la sala cortando la huida de los rezagados y tomando un paraguas del paragüero cercano, clavó su afilada punta metálica en el pecho de otro concursante.
El primer disparo efectuado por el guardia de seguridad le alcanzó en la cabeza, en plena vorágine asesina, mientras hundía una y otra vez el paraguas en la espalda de una escritora que al caminar con muletas no había conseguido escapar de aquella locura.
La bala del treinta y ocho le salió por la frente , reventando su cerebro y matándolo en el acto.
No fue premiado en el concurso, ni tan siquiera un accésit.

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