martes, 1 de abril de 2014

Con las manos en los bolsillos

de los tejanos y la cremallera de la chupa de cuero subida hasta arriba.
La brisa despeinando este cabello mio que crece como se le pone entre las susodichas y unas docenas de gotas insolentes cayendo de cualquier forma y en cualquier parte.
Nubes grises y barrigonas, el mar amenazando con perder los nervios y la luz del día escapándose por la última esquina de una playa de Barcelona.
Me quedé ahí plantado un rato, con la mirada fija en las olas que rompían bien cerquita, muriendo una y otra vez y volviendo a nacer una y otra vez. Esas olas que se empeñan en embestir aún a sabiendas de que con cada golpe de espuma se les va la vida.
Pero no les importa una mierda.
La arena artificial, traída de cualquiera de las graveras cercanas, se fue acumulando en mis botas,esculpiendo pedestal, invitándome a permanecer allí.
Supongo que cuando uno necesita plantearse las preguntas adecuadas, o encontrar las respuestas oportunas, busca un espacio donde la naturaleza deje de ser un ente abstracto para presentarse como la proyección real de la conmoción interior.
Playas, acantilados, montañas, cuevas, cañones...cada uno se acerca a lo que más le representa en cada momento, para tratar de vivir una comunión de sensaciones en la que el intercambio de belleza salvaje por dudas y miedos, pueda darse en igualdad de condiciones.
Así que allí estábamos los dos, el mar y yo.
Recurro mucho al mar, quizás por que soy de secano y la grandiosa presencia marina, llena de misterios y peligros, pero también de belleza y serena destrucción, me atrae como atrae un enchufe a los dedos de un niño.
-¿Y ahora qué? - Le pregunté al mar.
Obviamente no escuché ninguna voz, ni interior ni exterior, que me dijera :"mira majo, ahora tira por aquí".
Simplemente me recreé observando las olas que cogían velocidad para estrellarse una y otra vez contra el mismo punto, sin conseguir otra cosa  que terminar desapareciendo.
Quizás era esta la metáfora que me estaba regalando el mar, la respuesta a mi pregunta delante mismo de mis narices.
"Cómo una ola" que cantaba la tonadillera. Soy como una de esas olas, que se van volviendo cada vez más fuertes, mas altas, más llenas de espuma, hasta que terminan reventándose en la escollera.
Cuando se han desintegrado, vuelven de nuevo a coger impulso, se levantan otra vez y cargan como un husar de caballería, inclinando el cuerpo sobre el cuello del caballo, con el sable curvo por delante, gritando y blasfemando, buscando sangre.
Si te desmonta una bala enemiga, buscas una montura sin jinete, te encaramas y sigues galopando hacia adelante.
Si te estrellas contra la escollera, te repliegas, coges fuerzas y te apoyas en el resto del agua para volver a embestir.
Si descubres que todo se ha terminado, no es más que la corneta llamando a reagruparse para cargar de nuevo.
Así que cuando el salitre terminó de secar la última lágrima, me pareció que había llegado el momento de limpiar la sangre, abrocharme de nuevo la casaca y buscar una montura sin jinete.
Mis vivencias a veces, son vestigios del pasado, herencia de Balaklava que recogió aquél Lord y poeta británico, maravillado ante la gesta de una brigada de héroes.

"Hacia el valle de la muerte,
cabalgaban los seiscientos (...)
Cabalgaron con bravura,
hacia las fauces de la muerte,
hacia la boca del infierno,
cabalgaron los seiscientos."

Imagino que no se puede matar el amor, o más bien las ganas de amar. Simplemente cuando hiere, te levantas, y cargas de nuevo.











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