domingo, 27 de mayo de 2012

La nariz roja

Me la pongo la mayoría de los días en que necesito ser aún más payaso de lo que soy.
Se que una frase como la anterior va a dejarme la bandeja de entrada llena de comentarios ofensivos, pero como tengo el arma suprema de eliminarlos o de publicar aquellos que me salen de la pipa, me da bastante igual.
Es curioso lo que encierra este trocito de gomaespuma descolorida.
Ahora soy un tipo dolorido... ahora hago felices a los niños.
Ahora podría encaramarme al campanario de la iglesia más cercana con un fusil de reproches... ahora solo necesito una flor que arroje agua, un cañón de confeti y unos zapatos enormes.
Le facturo a la vida las sonrisas que me debe con la esperanza de que pague a treinta días y cada mañana compruebo mi cuenta corriente, desesperándome al ver que allí no ingresa ni Dios y sigo pidiendo sonrisas prestadas.
Entonces vuelvo a ponerme mi nariz y es como si una dosis de morfina penetrara por la vena con la premura de un caniche vestido de arlequín.
Cuando se me pasa el chuté, la guardo en el ropero, junto a las otras.
Tengo un ropero de lo más interesante.
En las baldas se agolpan las calzas verdes, los gorritos con las plumas deshilachadas por la velocidad de los picados desde la nube donde te sigo observando, las naricillas rojas, el uniforme de la PM, los trajes de vender pisos de lujo, las disculpas para cada vez que meto la pata.
El disfraz de "Power Ranger rojo", la falda de actuar en los pueblos de la Castilla más profunda y más amable, las fotos con tu rostro recortado, para no ver que te fuiste.
Las poquitas lágrimas que me dejaste.
Esas las he metido dentro de una bolsa de plomo, porque son radiactivas y lo podrían contaminar todo.
Tengo una maleta de cartón llena de ganas de hacer cosas.
Pero no encuentro la llave.
En una percha, estiradita,  está mi madurez. Todo el mundo insiste en que me la ponga, sin saber que me queda muy justita y  el botón del cuello me oprime la traquea.
Un cuaderno lleno de preguntas para plantear a los psicólogos.
El paquete de tabaco que terminará matándome.
Los traumas de verano y los de invierno, amontonados unos sobre otros.
Mi chaqueta de "Vesperdidos".
En el cajón de las personalidades hay media docena que tengo que remendar, la mayoría las zurci hace tiempo y se nota un poco que están viejas y desgastadas.
Aunque pasa lo de siempre: a la gente le encanta la de "simpaticote oportuno" y se horrorizan con la de "Alguien puede sacarme de aquí".
Bien planchaditas están las pesadillas en las que apareciste para recordarme lo crueles que pueden ser las cosas.
Las voy a llevar a Cáritas un día de estos.
La montonera de sueños eróticos me la quedo, me gusta releerlos.
Un momento...¡¡ya lo tengo!!
VOY A TIRAR TODA LA MIERDA DE UNA VEZ
Si señor...zafarrancho de limpieza.
Al carajo las fotos, los traumas, las lágrimas radiactivas y las personalidades grises.
Fuera telarañas y cagaditas de monstruo, que son como las de los ratones pero aristadas.
Tengo que hacer hueco para que ella pueda colocar todas sus cosas, que huelen a nuevo, a limpio, a oportuno y a felicidad.
También dejaré un pasillito por si alguien se decide a salir del armario un día de estos.
Nunca se sabe.
Me quedo con las naricillas rojas y en cuanto abran las tiendas me voy a ir a comprar una palanqueta para forzar la maleta de cartón.
También me quedo con mi ropa de Peter Pan.
Y mi chaqueta de "Vesperdidos".
Comida para las polillas, que se pongan hermosotas y se conviertan en mariposas. Así en vez de agujerear la ropa dejarán por toda la casa un rastro de arco iris.
Y de polvo de hadas.
Me mola el plan.
"Nianononiano"








jueves, 17 de mayo de 2012

La luz

Entra por una rendija de la persiana y me sacude de lleno en el rostro con fuerza, con toda la fuerza de la mañana.
Pesa como un yunque y no me queda más remedio que abrir primero un ojo (el de ver las cosas como son) y luego el otro (el de ver las cosas como me gustaría que fuesen).
Al mantener los dos abiertos al mismo tiempo, veo las cosas como yo las veo siempre: con un toquecito de mi mismo, el justo para adulterar esta vida tan dolorosa y convertirla en soportable, incluso en deseable.
Si la cosa se vuelve demasiado difícil me pongo las gafas de mirar hacia adentro.
Me ducho solo, dándole gracias a Dios por haber nacido aquí y ahora y poder ducharme solo, y no en compañía de un montón de hombres esqueléticos con la barba rala y pijama de rayas, horrorizados hasta recibir el consuelo de la primera gota, indolora, incolora e insípida.
Me seco frente al espejo y juego a imaginarme sin ojeras, con un holluelo en la barbilla o con una hermosa cicatriz en la mejilla.
Tengo muchas cicatrices, pero ninguna visible.
Una de ellas es de cuerpo entero, como la ropa interior de los bebés, con botones para dejar al descubierto las zonas más sensibles en caso de necesitar una cura oportuna.
Elijo la ropa con esmero. Cómo ya dije en una ocasión, a la gente no le gusta la tristeza ajena,así que me visto con todos los colores, con todos, con los que me favorecen y con los que no, con todos a la vez.
Y salgo a la calle, deseando no encontrarme con el  ladrón que me robó la sonrisa, o encontrármelo de una vez por todas y reventar la cerradura del cofre donde guarda todo lo que ha robado, aunque ya nada de eso volverá a relucir como antes; se pudrió, se estropeó, se convirtió en inmundicia.
De todas formas me he comprado un montón de ellas en el "chino" de la esquina; de sonrisas, quiero decir.
Vienen con una goma para que te las puedas anudar en torno a la cabeza y no se te caigan,
A mi ya no se me volverán a caer pero, por si acaso, guardo una en cada bolsillo.
LLego desganado al trabajo que no tengo y que consiste ni más ni menos que en trabajar mucho cada día para no ganar dinero y, deber el dinero que no gano a todo el mundo.
Con lo que no gano no pago las facturas ni compro comida, ni me visto, ni viajo.
Debería coger la baja...total, hasta en este trabajo hay que justificar las ausencias.
Me tomo un café donde siempre y como cada mañana me lo pido extra amargo de noticias nacionales e internacionales.
Continuo con lo mio que es enfrentarme a una novela que levantará ampollas entre los que previamente levantaron la muralla entre la felicidad y todo lo demás.
Que se jodan, francamente, porque no podrán ocultar la´verdad de todo y será público el dolor.
Y la vergüenza, la suya y la mía.
Como rápido para no darme cuenta de que el plato que pongo frente al mio en la mesa volverá intacto a la cocina.
Pero estás tú.
Y aunque nadie quiere cantar con nosotros porque piensan que desafinamos, a mi me vuelve loco tu forma de llevar el ritmo.
Ok...la melodía es jodidamente difícil, pero es lo que tiene la música: no por fuerza la más sencilla ha de ser la más hermosa.
Que fluya.
Que limpie todo lo demás.
Que nos sirva para cerrar los ojos y tararear
Y llevar el ritmo con los dedos tamborileando sobre la madera de la barra de algún bar.
¿Qué más necesitamos ahora?
¿Qué más se le puede pedir al momento en el que estamos?
Que la luz vuelva a entrar un día más por una rendija de la persiana,sacudiéndome de lleno en el rostro con fuerza, con toda la fuerza de la mañana.






viernes, 11 de mayo de 2012

Allí

Tú.
Y yo aquí.
Tú dormida en tu cama y yo tratando de dormir.
Tan estúpidos los dos como para echarnos de menos.
Yo jugando a que a pesar de todo puedo soportar que conozcas mis defectos,que por cierto...son muy pocos, escasitos si acaso.
Tú perdonándome todas y cada una de mis faltas porque en el fondo sabes que errar es tan humano, como respirar,maldecir, o comprar ropa interior en un mercadillo.
Yo rebuscando en el bolsillo el dinero que no debería haberme gastado.
Tú haciendo cuentas de las veces que me ha costado decir "te quiero".
Yo escamoteando a mi memoria un par de cubatas de entre todos los garitos.
Tú decidiendo que pase lo que pase, diga lo que diga o haga lo que haga, es mejor que pida tan solo coca cola light.
Los dos rememorando el trocito de sábana necesario para sacar el demonio que llevamos dentro, que se nutre de encontronazos ocasionales y feroces, sudorosos y certeros.
Yo, alimentado de todos los "yos" que me han pedido fuego a las tantas en la barra del último bar que permanecía abierto, para que alguno de mis "yos" se acercara a tontear con la camarera.
La camarera sudada y hasta "el mismísimo" de todos los tipos como yo.
Y en el fondo sabes a ciencia cierta que no podemos vivir el uno sin el otro.
A ti te cansa tu vida, a mi me duele el recuerdo.
También me duele el estómago de tragar vilis e higadillos y mierdas de esas que jamas hubiera pensado que tendría que tragarme.
Yo deseando sacudir la ostia más precisa en el mentón del cobarde.
Tú sujetándome...que lo mato.
Los dos deleitándonos con el sinsabor de una historia por la que nadie apuesta.
Los dos.
Y eso de momento, aunque ninguno se lo crea, basta.



lunes, 7 de mayo de 2012

Sin mácula


Dicen los entendidos que el principio de una buena historia debe ser, al menos, tan brillante como el final.
La suya pudo haber sido una de las mejores pero se quedó en otra historia más.
Su madre lo parió en menos de diez minutos, a la sombra de una de las moreras que se encontraban antaño en la ribera del Pisuerga.
Tras arrancarse ella misma el cordón umbilical y la placenta, lavó al recién nacido en las aguas del río y aunque no era una mujer creyente, los miedos ancestrales y las costumbres de la época se impusieron a su odio a todo aquello que oliese a sotanas, y de aquella manera, torpe y ausente de toda fe, bautizó al pequeño. Por si acaso.
Durante unos cuantos años madre e hijo malvivieron de la caridad de los vallisoletanos que paseaban por los jardines de la rosaleda.
En ocasiones, cuando acuciaba la necesidad, aquella mujer, algo ajada por la mísera  vida que llevaba, pero aún hermosa y apetecible, aliviaba las necesidades más íntimas de algún solitario paseante a cambio de unas monedas.
El muchacho creció sano y fuerte, libre, como los gorriones que pululaban entre las ramas de los árboles; tímido y curioso, como los ratoncillos que infectaban las riberas.
Nadie como él conocía las orillas del Pisuerga.
Los gendarmes acudían en busca de su ayuda cuando desaparecía alguna persona, sabedores de que aquel rapaz encontraría el cuerpo del accidentado o del suicida porque, durante una larga temporada, a los desesperados de la ciudad les entró la fea costumbre de arrojarse a las aguas turbulentas y gélidas que parecían insinuar a aquellos que quisieran decidirse a saltar un futuro sin miserias.
Miguel (así se llamaba aquél muchacho de corta estatura, cabello oscuro y ojos claros) buceaba entre las raíces podridas, entre los restos fosilizados de toda clase de enseres, entre los pecios  fantasmales de chalupas y barcazas.
Buceaba como una nutria.
Mientras los gendarmes liaban cigarrillos y requebraban a las jovencitas que paseaban en la seguridad de la tierra firme, Miguel lograba vislumbrar una silueta atrapada entre líquenes.
Al principio, cuando comenzaron a encargarle estas misiones de búsqueda recompensadas generosamente por las familias de los fallecidos, Miguel aún quedaba impresionado por la expresiva mirada de los ahogados.
Ahora ya casi podía ignorar aquella sensación extraña que emanaba de los cuerpos sin vida y que era como una presencia, como un grito, como si el cadáver le sostuviera la mirada solicitando otra oportunidad, a él, que no era más que un niño.
Haberlo pensado antes- Le hubiera gustado decir a Miguel, pero sabedor de que sus palabras ya no serían escuchadas, ahorraba oxigeno y energía para la vuelta a la superficie.
Miguel solo debía señalar el lugar donde se encontraba el cuerpo, de lo demás ya se encargaban los gendarmes, que hacían descender a un par de hombres sujetos con cuerdas y armados con extraños balones de oxígeno y hachas y herramientas de todo tipo, quienes recuperaban el cadáver, mordisqueado por los peces y las ratas.
En ocasiones, si se había notificado la desaparición tardíamente, el difunto presentaba un aspecto terriblemente desagradable.
Hinchados por los gases de la putrefacción, amoratados por la falta de oxígeno, y con las extremidades semiamputadas por los mordiscos de carpas, lucios y barbos, aquellos sacos de carne vestidos con lazos y chorreras resultaban a un tiempo ridículos y terribles.
No había excepción. Al identificar al familiar, el pariente encargado de ello, terminaba arrojando el desayuno o el almuerzo por encima del murete de contención, cosa que los patos agradecían enormemente, dando buena cuenta de los restos deglutidos y regurgitados.
Miguel entendía aquello como el ciclo de la vida.
En una ocasión, a finales de la primera década del siglo, siendo Miguel ya un joven hecho y derecho, los gendarmes se acercaron a buscarle acompañados de un caballero de impecable apariencia y, a tenor del trato que le dispensaban los uniformados, aquel señor debía ser alguien realmente poderoso.
Le explicaron a Miguel que aquel señor era ni más ni menos que el gobernador civil y que tenía la triste sospecha de que su hija, a quien había prohibido tajantemente cualquier contacto con un escritor de la villa de quien estaba enamorada, podría haberse lanzado a las aguas del río, en una suerte de postrera acción poética.
Miguel nada sabía aún del amor.
Despojándose de la ropa, estudió por unos instantes la dirección del viento, la fuerza de la corriente y el tamaño de los remolinos.
De un salto se zambulló en el río y su instinto y la interpretación de diferentes señales le llevaron a sondear una zona determinada, junto al puente mayor.
El día era soleado y las aguas corrían más limpias de lo que era habitual en aquella ciudad, donde los vecinos consideraban el río como su estercolero particular.
No tardó demasiado en dar con lo que buscaba y ojalá no lo hubiera hecho nunca.
Los rubios y largos cabellos de la muchacha, se extendían hacia la superficie, como una flor buscando los rayos de sol.
El vestido, de fina gasa, empapado, se ceñía al cuerpo oprimiendo unas formas que se mostraban absolutamente deliciosas.
Parecía como si la muerte hubiese querido dejar a aquella chiquilla allí, sin tocar apenas, en una suerte de homenaje o de monumento a lo absurdo del ser humano.
Ni los peces ni ninguno de los voraces animalillos que pueblan el río habían degustado aún aquella carne blanca y firme.
En los ojos de la muchacha, solamente una inmensa tristeza.
Miguel salió a por aire fresco y tras unos segundos, volvió a sumergirse.
Era preciosa, era el ser más hermoso que había visto en su vida y en aquel mismo instante decidió consagrarse a aquella diosa y si fuera necesario, llegado el caso, morir por ella.
Con serenos embustes, aseguró al señor gobernador que, de haberse arrojado al Pisuerga su hija, él la hubiera encontrado, cosa que corroboraron los gendarmes, gustosos de darle al caballero alguna esperanza.
El gobernador, de su mismo bolsillo, hizo entrega a Miguel de una considerable cantidad en agradecimiento por sus servicios, y ordenó que se detuviera al joven poeta y se le interrogara con cualquier medio, hasta que confesara donde se encontraba su hija.
Los ojos del gobernador, otrora poblados de desesperación y de dudas, se tornaron glaucos e inmisericordes, como los de un marrajo.
Miguel lamentó lo que le pudiera suceder al poeta, pero su sentimiento de culpa tan solo duro unos instantes, ya que en cuanto se quedó de nuevo solo, volvió a sumergirse.
Los días pasaban y la joven seguía permaneciendo milagrosamente incorrupta.
Miguel no encontraba más explicación a aquel suceso que la fantasía de que Dios había puesto a aquella muchacha en el río para que fuera amada en su muerte, más de lo que fue amada en vida.
Y él la amó.
La amó hasta la desesperación y la locura.
Poco a poco dejó de comer.
Pasaba más tiempo en el lecho del río que en la superficie, su piel se cuarteó, agrietada por la excesiva humedad.
Se abrazaba al cadáver y permanecía así hasta que los pulmones parecían estallar, entonces volvía a la superficie a recobrar el aliento y una vez que se había alimentado del oxígeno necesario, volvía a descender.
Miguel enloqueció de amor.
En su locura, entablaba largos y apasionados diálogos con la hija del gobernador.
Miguel no conocía ya ni quería más vida que la ausencia de luz al lado de su amada.
Y una mañana, Miguel decidió quedarse para siempre a su lado.
Se lastró las ropas con tanto peso como pudo acarrear y, echando un último vistazo a su alrededor, repudió la vida en la superficie y se dejo arrastrar junto a la joven de cabellos rubios, ojos tristes y labios húmedos.
Meses después, un remero que trataba de recuperar el abanico de su joven prometida, dio con los dos cuerpos, llevándose tal susto que casi fallece ante el macabro descubrimiento.
Cuando los gendarmes consiguieron subir a la superficie los cadáveres, la gente se arremolinó para deleitarse con el morbo de aquel espectáculo.
Ambos cuerpos estaban absolutamente destrozados, corrompidos por el paso de los meses bajo el agua, pero lo más curioso es que se encontraron fundidos en un abrazo que ni la fuerza de las aguas había podido separar porque, aunque la carne termina siempre por corromperse, el amor, en ocasiones, sobrevive.


martes, 1 de mayo de 2012

Alitas de plumón blanco.

Aunque la mayoría de las personas no pueden verlas.
Mi hermana pequeña tiene los ojillos azules, rasgadillos, como si fuera oriental.
Tiene los rasgos más bonitos del mundo, porque son absolutamente limpios.
Si te mira y sonríe, te das cuenta de que solo unos pocos pueden mirarte y sonreír desde esa distancia, desde un lugar con el que soñamos y al que muy pocas veces podemos acceder.
Cuando mi hermana pequeña ve en la pantalla de la tele algún tipo rubio con patillas, señala y dice "es Juan" y se ríe.
Se ríe porque es feliz, aún sabiendo que no soy yo, es feliz porque ve a personajes que se me parecen y le recuerdan a mi.
Y eso es genial.
Es genial que alguien sonría al recordarte.
El día que nació, los doctores no pudieron ver sus alas y procedieron a dictaminar que padecía "Síndrome de Down", que es la denominación que la medicina ha inventado para los ángeles.
Vivimos en un mundo que inventa nombres nuevos para bondades antiguas.
Yo tenía doce años y mentiría si no os dijera que me enfurecí con Dios o como quiera que se llame el tipo que maneja los hilos ahí arriba.
Pero eso es porque en mi ignorancia, asocié su alteración genética con la desgracia y la vergüenza.
Y durante años, no fui digno de su amor desmesurado, porque al caminar con ella por la calle sentía que otros niños nos miraban y hacían muecas.
A mi madre, muchas señoras de misa diaria con abrigos de animales muertos y restos de ostras colgadas del cuello le aseguraban condescendientes lo "cariñosos" que son "estos niños" y la suerte que tenia porque "estaría siempre a su lado, haciéndola compañía".
Estimulación precoz y colegios especiales, aulas de integración y trabajo en casa.
Y mi hermanita coloreando sin salirse, los dibujitos de un cuaderno Disney.
Y poco a poco, descubrí que mi hermana vino a este mundo para que la familia permaneciera unida.
Yo, que soy un tipo egoísta y que suelo anteponer mi placer personal al resto de necesidades familiares, he aprendido que no hay nada mas hermoso que el cariño de los tuyos.
Ver como se le ilumina la cara cuando nos sentamos todos a la misma mesa es un espectáculo.
Consigue con un gesto apaciguar las discusiones y rescatar lo más puro de cada uno de nosotros.
Ver a mis padres, esforzarse día tras día para que siga siendo la niña más feliz del universo, anteponiendo por encima de cualquier otra cosa la sonrisa de mi hermana me reconcilia con el género humano.
Ver al resto de mis hermanos desvivirse para que no se le apague el brillo de los ojos me reconcilia con el género humano.
Saber, que por muchas puñaladas que me de la vida, por muchas noches que pase sentado ante este teclado, con un vaso en la mano y una lágrima en los ojos, preguntando que coño he hecho mal y hasta donde seré capaz de aguantar, al día siguiente iré a casa y mi hermana me cogerá la mano y me curará al sonreír. Como en el anuncio de la Mastercard, no tiene precio.
Y anoche, en una de las noches donde más cerca he estado de pedir que se parara el bus, que me bajaba, ante la desesperación que produce el sentirse perdido, no tuve más que cerrar los ojos para ver las alitas de plumón blanco de mi hermana.
Yo no se como hacerlo mejor, pero para ella siempre está bien.
No se como despojarme de todo lo que me sobra, pero eso a ella no le importa, porque luego ve en la pantalla de la tele un tipo rubio con patillas y sonríe.
Solo se que tengo suerte, porque en el reparto, a mi me ha tocado un ángel.