lunes, 9 de marzo de 2009

Doña Gatunela

Cuando por fin llegaron a aquel pueblecito castellano, Maria y Dani estaban agotados y muertos de sed.
Venían conduciendo desde Puertollano y el sol de Agosto se había cebado en su desvencijado R4, por supuesto, sin aire acondicionado.
El coche venia cargado hasta los topes, lleno de maletas y proyectos de una nueva vida.
Dani acababa de heredar un gran caserón en Villavalporquin, un pueblo de menos de doscientos habitantes enclavado en medio de la nada, o en la estepa castellana, que hoy por hoy viene siendo lo mismo.
Se lo había dejado una tiabuela suya llamada Encarnita Piznarro Molangui aunque, en el pueblo, y debido a su desmesurado amor por los mininos, todos la conocían como Doña Gatunela.
Doña Gatunela fue la hija solterona de un indiano que regreso a castilla con algo de fortuna, dos hijas y una recién estrenada viudedad.
Como buen Piznarro, tras casar a la mayor con un rico pretendiente y cerciorarse de que la pequeña estaría siempre a su lado para atenderlo y cuidarlo en los años de senectud, el viudo indiano paso el resto de sus días tomando claretes en el Círculo de recreo agrícola, corriendo a caballo los encierros y capeas de los pueblos vecinos y consolando a varias señoras, que como el, necesitaban algo de amor ocasional y sin complicaciones.
Al morir aquel señorito, dejo a su hija Encarna la gran casa, algunas tierras y unas pequeñas rentas, lo suficiente para que no tuviera que preocuparse el resto de sus días.
Doña Gatunela, solterona y sin hijos, había sentido siempre una especial devoción por los gatos y por su sobrino Dani, y a nadie le extrañó, que al fallecer aquella mujer buena y solitaria, dictara herencia a favor del muchacho.
Por otra parte fue una suerte para Dani recibir aquella herencia, que llegó justo cuando había fracasado su enésimo negocio "alternativo".
Al parecer, la humanidad podía pasar perfectamente sin libros comestibles, y el concepto de reutilización aun no estaba tan instalado en la Mancha como en el norte de Europa.
Aparcaron justo en la puerta y cuando bajaron del coche, María no pudo evitar el dejar escapar un gritito de admiración.
La casona se veía bien, quizás habría que darle una mano de cal a la fachada, limpiar a fondo las ventanas y retejar, pero aun conservaba toda la arrogancia de la construcción original.
Al abrir la puerta, un fuerte olor almizclado les sacudió las pituitarias, como si de una descarga eléctrica se tratara.
Aquel olor, que casi los tumbo de espaldas, no era ni más ni menos que olor a gato, exactamente a pis de gato.
Entraron en la vivienda, y tras buscar entre tinieblas durante unos minutos consiguieron conectar la electricidad.
Al subir los chivatos, se iluminaron súbitamente media docena de grandes lamparas de araña.
La luz dejo al descubierto lo que ambos se temían desde que abrieron las puertas de la casa, docenas de gatos dormían la siesta repantingados por todos los rincones de la casa, en los poyetes de las ventanas, sobre los respaldos de los sillones, en los sofás, acostados sobre la gran mesa de caoba del comedor, incluso dentro de los armarios, abiertos de par en par.
Y dominando toda la escena, desde su atalaya de la pared del hall, un gran retrato de Doña Gatunela contemplaba a sus queridos gatitos.
Dos orfidales fueron suficientes para que Maria recuperara los nervios, bueno, dos orfidales y la firme promesa de que antes de que hubiera terminado de colocar el equipaje en el dormitorio principal, no quedaría ni un solo gato en toda la casa.
Dani abrió una a una todas las ventanas de la casa.
A cada paso que daba, sentía como cientos de ojos lo observaban con curiosidad incluso en algun momento sintió algo de hostilidad, al apartar con el pie a una gata gorda 8supuso que preñada) que espatarrada en medio del pasillo, le impedía el paso a la biblioteca.
Tras haber dejado abiertas todas esas vías de escape, procedió a batir palmas y a cacarear con gran estruendo, dando fuertes pisotones sobre el piso de madera y montando tal algarabía, que efectivamente, María aun no había colocado la última tanguita rosa en la cómoda, cuando ya no quedo ni un solo animalito dentro del hogar.
Durante muchos días aun persistió aquel desagradable olor, pero la joven pareja poco a poco se fue haciendo a la casa, y al pueblo.
Dani trataba de cultivar el huerto con gran voluntad, pero muy poca maña y María pasaba las horas muertas pintando en la guardilla.
Todo era muy bucólico y habría rayado la perfección, de no haber sido por el retorno de los gatos.
Sucedió una mañana a los dos meses exactos de haberse instalado, coincidiendo casualmente con el primer aniversario de la muerte de Doña Gatunela.
Ninguno de los dos reconoció después haber dejado ninguna puerta ni ventana abierta, pero el caso es que , cuando ambos se dirigían hacia la cocina con los restos de la cena en la bandeja para depositarlos en el fregadero, se toparon de repente con aquello.
La bandeja cayó al suelo, y Maria se agarro al brazo de Dani, tiritando despavorida.
Bajo el cuadro de Doña Gatunela, se habían reunido tantos gatos que apenas se podía ver el suelo a través de ellos.
Estaban callados, inmóviles y contemplaban aquel retrato con explícita admiración.
No saben lo que realmente sucedió, María, aplicando sus conocimientos de pintura, afirma que fue un rayo de sol que al cambiar de dirección proyecto una sombra fugaz sobre el cuadro, pero Dani no duda en jurar que lo que vieron sus ojos, fue tan real como la crisis financiera que atravesamos ahora:
Doña Gatunela sonrió, bueno, en realidad fue su retrato, el que repentinamente, y ante aquella manada de gatos que se postraba ante ella, cambio el rictus severo del oleo original en una amable sonrisa.
Tres orfidales y la firme promesa de que ningún gato seria expulsado de aquella casa ni maltratado jamas dentro de aquellas paredes, fueron suficientes para que María volviera a recuperar los nervios.
Desde aquel mismo día, en Villavalporquin a Dani y María se los conoce como "Los Gatunelos", el huerto empezó a dar sus primeros frutos, y Dani recibió la gran inspiración para un nuevo negocio,que hasta ahora les ha permitido vivir dignamente: el repelente universal a base de pis de gatos, que evita picaduras de mosquitos, avispas y otros insectos indeseables.
María cambio el cuadro de sitio, y ahora se sienta a pintar, bajo la atenta y complacida mirada de Doña Gatunela.
Y vivieron felices y comieron Sardinas.

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